Imágenes de página
PDF
ePub
[graphic]
[graphic][merged small][ocr errors][merged small][merged small][ocr errors][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small]
[merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][merged small][ocr errors]

A veces, á modo de fiera en la brama Que á gritos de lejos á la hembra reclama, Su rastro olfateando del bosque á través, Ya en tumbos desfoga su rabia impotente, Ya hozando en la arena, fatídicamente Gemir de congoja se le oye después.

Ó igual á monarca fastuoso y liviano Que á precio de un reino, queriendo aunque en vano De esquiva hermosura vencer el rigor, En pródigo alarde despliega á sus ojos Los ricos presentes que viene de hinojos A echar á sus plantas en prenda de amor,

[merged small][ocr errors][merged small][merged small][merged small][merged small]
[graphic]
[merged small][graphic][merged small]

I.

NTRE los diversos escritores que han discurrido sobre el mérito de los poetas cubanos del presente siglo hay quien designa por los más reputados y excelentes de aquella región á Heredia, á Plácido y á Milanés. Aunque esta preferencia no es del todo justa, tratándose de un país que se honra con la insigne poetisa de PuertoPríncipe Gertrudis Gómez de Avellaneda (sin que hayan de tenerse por indignos de hombrearse con los dos últimos á Orgaz, Mendive, Ramón Palma, Tolón, Foxá, Luaces y algunos otros), sirve para darnos á conocer la singular estimación que les profesan sus paisanos, el aprecio que hacen de ellos ciertos críticos, y cuánto deleitan sus obras á los que muestran afición al numen poético en la hermosa reina de las Antillas.

A pesar de esta predilección de los naturales de Cuba por el egregio cantor del Niágara, por el desdichado Gabriel de

la Concepción Valdés (Plácido) y por el que halló en varias de sus poesías tonos que no habría desdeñado la lozana inspiración de Lope de Vega, el autor de La Madrugada es menos conocido que Heredia y Plácido, así entre nosotros como en las naciones de la América española. No recuerdo que el nombre de Milanés hubiese resonado en la prensa madrileña, política ó literaria, hasta que hará cosa de treinta años reproduje aquella delicada composición en las columnas de La América, revista fundada y entonces dirigida por mi inolvidable amigo Eduardo Asquerino. A los literatos de las repúblicas hispano-americanas tampoco debía serles Milanés muy conocido; pues ni hay obras suyas en la América poética (copiosa y rarísima Colección de composiciones en verso, escritas por americanos en el presente siglo, en la cual se incluyen poesías de la Avellaneda, de Heredia, de Orgaz y de Valdés, y que salió á luz en Valparaíso desde febrero de 1846 á junio de 1847), ni le consagra atención alguna el diligente y noticioso diplomático neo-granadino D. José María Torres Caicedo, que examina y juzga las producciones de Heredia y las de Plácido en los dos extensos volúmenes

de sus excelentes Ensayos biográficos y de crítica literaria sobre los principales poetas y literatos latino-americanos, y que ofrece hablar más adelante de la Avellaneda y de otros poetas de Cuba, sin mencionar siquiera al héroe de esta narración.

Explícase tal circunstancia teniendo presente cuál era el estado de los ánimos durante la época en que dichas obras salieron á luz. Cuando el Sr. Torres Caicedo publicó en París sus Ensayos biográficos el año de 1863, y más aún cuando el distinguido literato argentino D. Juan María Gutiérrez, fanático anti-español, coleccionó é ilustró con noticias interesantes su América poética, no ya ellos, sino todos ó la mayor parte de los americanos nacidos en los inmensos territorios descubiertos y civilizados por nuestros mayores, y que hasta poco antes habían sido colonias de España, mantenían vivo el rencor á la Monarquía española, como consecuencia de las porfiadas luchas sostenidas para la emancipación, ó del temor de que intentáramos hacer valer nuevamente antiguos derechos para arrebatar su independencia á las turbulentas Repúblicas recien fundadas sobre las ruinas de nuestro vasto imperio colonial.

Hasta los nacidos en aquellas tierras, que al hablar de cosas relativas á España creían ser más serenos é imparciales, se dejaban entonces llevar de un espíritu adverso á nuestra nación, simpatizando con todo súbdito español que conspiraba ó se rebelaba contra el Gobierno de la metrópoli. Heredia y Plácido pertenecieron al número de los españoles mal avenidos con las leyes que regían en su madre patria; mostráronse ansiosos de imitar el ejemplo de los americanos del Sur, y, entrando en conspiraciones fraguadas para derrocar nuestro poderío en las Antillas, fueron condenados á destierro el uno, y el otro á morir en un patíbulo. ¿No era esta razón suficiente, aun prescindiendo de los méritos especiales de cada cual de ambos poetas, para que en tales circunstancias los escritores del Nuevo Mundo los mirasen con más cariñoso interés, prefiriéndolos á otros ingenios españoles que no se hallaban en el mismo caso?

De la plaga del odio que engendran las guerras civiles (y guerra civil fué sin duda la que sostuvieron con nosotros en el primer tercio del siglo actual los pueblos americanos que formaban parte de nuestros dominios) quedan siempre funestos rezagos de que no llegan á verse libres los luchadores, ni sus inmediatos descendientes, hasta que la extingue ó atenúa el curso del tiempo que desacalora los ánimos y pone las cosas en su verdadero punto. Así vemos que hasta un hombre de tan despejado talento, de tan severa imparcialidad y recto juicio como mi excelente amigo el ilustre literato D. Miguel Luis Amunátegui, hoy Ministro de Relaciones Exteriores de la República de Chile, el cual nos consagra actualmente gran simpatía y ha contribuído con empeño á la reciente creación de la Academia Chilena correspondiente de la Real Española, ensalzaba á Heredia y á Plácido en el Juicio crítico de algunos poetas hispano-americanos que en 1859 le premió la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, no sólo por el mérito de sus poesías, que justiprecia con laudable exactitud, sino también por su declarada infidelidad á la patria donde vieron la luz primera.

En cambio, un escritor nacido en Haiti, pero cubano de adopción, jurisconsulto distinguido, estimable poeta, hombre naturalmente inclinado á las ideas que pasan por más

liberales, discurría de este modo al apreciar la situación de España y de las repúblicas hispano-americanas en un estudio de cortas dimensiones, pero nutrido de juicios profundos Ꭹ de saludables advertimientos: «Retener la dominación de sus admirables y portentosas conquistas era para España un derecho y un deber, un honor y un interés, una consideración de dignidad y una necesidad de situación. Empeñada en la lid, la sostuvo con las armas todo el tiempo en que pudo contar racionalmente con la solución de la victoria; pero cuando las alternativas del combate, la contrariedad de los elementos, la envidiosa rivalidad de las naciones extranjeras y la infatigable perseverancia de los insurrectos la hubieron convencido de la inutilidad de prolongar la lucha, entonces hizo lo que todos los individuos y gobiernos ilustrados hacen en semejantes casos: cedió á la corriente insuperable de los acontecimientos, obedeció á las inmutables prescripciones del orden providencial que gobierna á las sociedades humanas: entonces hizo lo mismo que hacen los padres benevolos y prudentes: absolvió de su inobediencia á los emancipados hijos; les tendió los brazos para recibirlos; y la familia española, una é indivisa antes, se subdividió en familias nuevas, que, en medio de su diversidad y á pesar de su separación, reconocen hoy, como reconocerán siempre, la salvadora unidad del tronco paterno.>>

Don Francisco Muñoz del Monte, que en los párrafos anteriores se expresaba tan discretamente por los años de 1853 cuando todavía los naturales de las nuevas repúblicas hispano-americanas nos miraban con recelo ó abrigaban contra nosotros mal disimulado rencor, había sido condiscípulo y grande amigo del poeta Heredia. Desterrado, como él, de la isla de Cuba por causas políticas á los treinta y tantos años de edad, quejábase el de 1837, en la mejor quizá de sus composiciones poéticas, de la que llamaba tiranía de sus perseguidores, doliéndose amargamente de la proscripción

que

lo había traido á la península separándolo de su padre, de su esposa, de sus hijos, de su patria adoptiva, tierra amada del sol, isla de los encantos, como él la denomina en sus versos. Diez y seis años después el mismo Muñoz del Monte (establecido ya en Madrid con su mujer y sus hijos, considerado aquí por las personas más distinguidas, querido y estimado de cuantos nos honrábamos con su amistad, y cuya vasta ilustración y buenas letras eran vivo ejemplo de que la educación científica y literaria que recibían los habitantes de Cuba no debía considerarse tan imperfecta ó deficiente como suponían los enemigos de España), sobre explicar con la sensatez que hemos visto la conducta de nuestra nación respecto de sus antiguas colonias, creía, y creía muy bien (apreciando con singular perspicacia y desapasionado patriotismo los elementos vitales, la situación, los recíprocos intereses de la nación española y de las Repúblicas hispano-americanas), que á una y á otras convenía mucho entenderse y aliarse; que más o menos pronto la lima del tiempo acabaría por despuntar odios tenaces é injustos, tan estériles para el bien como perjudiciales á todas luces para americanos y españoles.

Afortunadamente á los treinta y cuatro años de haber discurrido así Muñoz del Monte apenas quedan ya restos del encono que mostraban á su antigua metrópoli las naciones de América pobladas por raza española, y las discretas previsiones y nobles deseos del elocuente escritor antillano están

« AnteriorContinuar »