estado en la guerra; nada más lógico: la Princesina, al ver que no vuelve su primero, su único amor, vuela en su busca; nada más conforme con los relatos de cuentos, baladas y romances. La amada de Hidelbrando, protagonista de una balada del Norte muy extendida, se viste de paje y acompaña á su amado á todas partes; cuida de sus caballos y duerme cerca de sus corceles y de sus perros. Hay también otra razón poderosa para que este romance y otros similares, correspondientes al ciclo bretón, al ciclo borgoñón y al ciclo normando, renacieran después de la desaparición de los trovadores y juglares, y volvieran adornados de nuevas galas á tomar su puesto y á servir de contrapeso á las relaciones pobladas de hechos terribles y maravillosos que se habían puesto de moda con la influencia oriental, y que la literatura caballeresca logró llevar á increible extremo. Los árabes, al venir á España, habían traído con ellos su brillante y fantástica literatura, plagada de prodigiosos relatos y ardorosos conceptos, y la misma importación hicieron los cruzados en Francia é Inglaterra al volver de aquellas lejanas peregrinaciones. Los cerebros de aquellos héroes y caballeros venían henchidos de palacios fantásticos, de florestas imaginarias, de monstruos nunca vistos; sus retinas empapadas en colores y en rayos de sol; su olfato y su paladar perdidos en el eterno deleite de la mirra y del cinamomo, del aloe y de la esencia del nardo, de las especias y de los frutos de Palestina, que no todos corrían parejas con las manzanas del mar Muerto. Las noches del campamento, pasadas cerca de la tienda, á la luz de aquel cielo siempre estrellado y siempre diáfano, viendo á lo lejos perderse la sombra de las grandes ruinas y oyendo el acompasado bramar del torrente Cedrón ó la armonía levantada por los gigantescos cedros dėl Líbano, eran las más á propósito para aprender las raras historias á que se mezclaban los recuerdos del Gólgota y las tradiciones del monte Ararat, las remembranzas del Broken, poblado de furias, ó de los lagos encantados en que las valkirias del Norte nostraban sus senos de nieve y sus cabellos de oro puro, peinados por delfines con rostros de mancebo y escamas de piedras preciosas. En aquellas veladas apareció, por vez primera acaso; la rara leyenda del San Graal, fuente de tanta fábula y de tanta maravillosa narración; el San Graal, vaso sagrado de José de Arimathea, guardado por el príncipe Titurel en el Monte Salvaje, y en el cual se había recogido la sangre que brotara del costado de Cristo. Para conocer hasta qué punto fantascaban los cruzados de Oriente, basta recordar los prodigios del castillo en que se hallaba tan notable reliquia, cuya guarda, según algunos, dió origen más tarde á la Orden de los Templarios. En medio de un bosque inmenso elevábase el templo-castillo, flanqueado por cien torrecillas que guardaban una rotonda de seiscientos pies de diámetro. Sesenta y dos capillas octogonas se escalonaban en torno en apretado haz. Sobre la rotonda, y montada al aire en columnas de alabastro, veiase otra torre de seis pisos con bóvedas de zafiros, en medio de la cual despedía brillantes reflejos una gran esmeralda rodeada de otras muchas piedras preciosas; esta esmeralda representaba al Cordero con el lábaro de la cruz. Coronaba la bóveda un sol de topacios y una luna de brillantes. Había además otra torre de oro coronada por un águila con las alas desplegadas; la torre principal estaba dotada de un enorme carbunclo que con su luz guiaba á los guardianes del templo en las horas nocturnas, y en el centro del edificio se hallaba la santa reliquia en una especie de custodia que reproducía en pequeño el modelo de tan maravilloso edificio. A poco que meditemos en esta pintura, que recuerda vagamente la ciudad descrita en el Apocalipsis y las viviendas del Paraíso del Dante, veremos cuánto influjo tuvo en las imaginaciones de la Edad Media, y cómo fomentó las tendencias á lo sobrenatural y lo maravilloso; ¡qué más!, hubo hasta quien trató de reproducir en metal y piedras preciosas este fantástico edificio, que traía el sello de Oriente. De la misma manera se imitaron por los señores de la Edad Media los votos de los guardianes del San Graal y se aspiró á realizar proezas y hechos de armas semejantes á las de los caballeros de la Tabla Redonda. La imaginación del pueblo se llenó de estas fantasías, y las leyendas caballerescas se derramaron por todas partes, con sus palacios encantados, sus xanas, sus hadas y sus valkirias, sus gnomos y enanos, sus merlines y sus loreleys; hecha la fusión mítica de Oriente y de Occidente, y amasándose, en lo que á la imaginación tocaba, el Edda, el Corán y el Evangelio, cayó sobre España, como sobre los demás países civilizados, tal plaga de cuentos de las Mil y una noches, leyendas de santos, de héroes, historias de princesas encantadas y de caballeros invencibles, combates fabulosos y heroicos sacrificios amorosos, que fué imposible eximirse á la invasión, y se propagó hasta los días de Ludovico Ariosto y Torcuato Tasso, llevando el último mandoble del espadón del ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha. Para Alemania hubo las aventuras del galán Ulrico, que por complacer á su amada se vistió de lobo y anduvo algunas quincenas por las selvas; para Francia, las fazañas de Carlo Magno y de sus Doce Pares; para España é Italia, las raras variantes de Aladino y su lámpara maravillesa; para Inglaterra, los hechos de Ricardo Corazón de León y las leyendas de Merlín y Arturo, y para todas partes, en fin, las variantes y acomodamientos de Bernardo del Carpio y de Lanzarote, del San Graal y de los Doce Pares, de Santa Marta y de Santa María Egipciaca, de la Leyenda de Oro y de los cuentos árabes. La reacción hubo de hacerse sentir, y comenzaren á revivir los romances épicos y tradicionales. El romancero del Cid pertenece á este renacimiento, y los poetas eruditos que recogen los primitivos cantos populares huyen ya desde la época de Timoneda, Lucas Rodríguez, Sepúlveda y otros, de las mentiras caballerescas y de los relatos maravillosos, que son sustituídos por nuestro romancero morisco y épicohistórico. A esta época pertenece la resurrección del romance Gerineldo y la variante erudita que se inserta en el Romancero general, y que está convertido en romance oriental y diluído lastimosamente en su parte primera. Lástima que Garcilaso, Góngora, Lope de Vega ú otro cualquiera de los que cultivaron el romance en el siglo de oro de nuestra literatura, no hubieran tomado el asunto que nos ocupa, vistiéndolo, como vistieron otros, con las galas de su ingenio; es seguro que sería hoy uno de los más leídos y citados. También se llegó á abusar de los romances históricos, moriscos y de entretenimiento, separándose el pueblo de las corrientes culteranas que los invadió por completo, y dedicándose à la lectura de algunos asuntos conocidos que se imprimían de antiguo en pliegos sueltos. En el siglo XVIII las jácaras, las tonadillas y los romances jocosos alternaron con los ya conocidos, hasta que á principios del siglo apareció la relación de las proezas de los bandoleros andaluces, que halagando la imaginación del vulgo y llevándola por nuevos derroteros, le hizo olvidar sus temas favoritos. Los Siete niños de Écija, El Capitán Ojitos, Pedro Becerra, Diego Corrientes, El Guapo Francisco Esteban y otros muchos asuntos de este jaez hicieron perder por completo el gusto y las propensiones naturales estéticas del pueblo bajo, y nació lo que podemos llamar el romance patibulario, que tan en boga estuvo en pueblos y aldeas hasta la revolución del 68, en que la afición por la lectura del periódico separó un poco al bracero y al artesano de tan nocivas lecturas y terribles ejemplos. Sin embargo, aun están en predicamento esas historias en los pueblos pequeños, y el antiguo vendedor de romances no halla quien le compre El Moro y el Cristiano, ni Las Mocedades del Cid, sino las fazañas de El Rayo de Andalucia y El Bandido Generoso. Hace algunos años tuve ocasión de asistir á la feria de un pueblecito de Andalucía llamado La Luisiana, y como de costumbre, entre los puestos de juguetes y los despachos de turrón, al lado de los polichinelas y de los caballitos del Tío Vivo, en aquella calle larga y única semejante á un boule vard de menor cuantía, ví destacarse la tienda del romancero. Esta consiste invariablemente en varias cuerdas atirantadas por puntillas de París, de donde cuelgan los pliegos. impresos, cuidando de que queden por fuera los grabados de las historietas y romances para que puedan despertar la curiosidad pública. Unos gatos de caña sujetan el pliego á la cuerda para que no se lo lleve el aire. Acerquéme á examinar la colección, y no pude menos de sentir una impresión dolorosa. En aquellos pliegos impresos no aparecía ni uno solo de nuestros hermosos romances castellanos. En cambio un sinnúmero, de relaciones de crímenes, como La Vida de Juan Portela, La Mujer de los siete maridos, Las Proezas de Cartucho, y otros muchos de este jaez, completaban la colección de los que he citado más arriba. Sólo allá en un ángulo, en papel amarillento y manchado por la humedad, se veía una historieta titulada Flores y Blanca Flor, y el eterno cuento de las veladas orientales, Aladino ó la lámpara maravillosa. -Dígame, amigo-dije al vendedor, que permanecía envuelto en su manta y acurrucado sobre el arquilla de pino en que conducía de feria en feria su biblioteca ; —¿no tiene usted El Desafio de Tarfe, La Jura en Santa Gadea, Angélica y Medoro, Los Siete Infantes de Lara, ó el romance de Gerineldo? El adusto viejo apenas me contestó; era sordo y ciego como el pobre pueblo á quien vendía sus estupendos abortos literarios, y siguió roncando y durmiendo. Julio 1887. T B. MAS Y PRAT. LAS ARTES EN LA PAZ. » (Fresco de Leighton, en el «South Kensington Museum. ») LAS TRES HERMANAS CUENTO EN A MI ILUSTRE Y QUERIDO AMIGO EL EXCELENTE POETA D. VICENTE RIVA PALACIO I. El buen poeta mejicano Peza, Hombre de corazón y de cabeza, A quien con noble inspiración auxilia La musa del ingenio y la belleza, Ha compuesto El Consejo de familia. Yo soy observador (ya voy á viejo), Y, si el lector un rato me concede, Le contaré otra historia que bien puede Llamarse La Familia sin consejo. II. Érase que se era-y callo nombres De mujeres y hombres Y fechas y lugares, Para evitarme y evitar pesares Érase que se era un caballero De edad provecta, de carácter franco, Un volcán (como ha dicho el mundo entero) Viudo de una mujer encantadora, De su bondad, su gracia y su hermosura, Hacienda, si no enorme, respetable, La mayor, rubia de dulzura llena, Y sin que su saliva malgastara Y otras inteligencias incompletas, - De esas que pensar suelen con residuos De las demás chabetas, Y juzgan que en España los pcetas La unión, en que el amor entró de lleno, Angel que tomó tierra en los jardines De mis lectores, perspicaz y tuno, En quién es ese amable matrimonio, Y dé el ocioso dato inoportuno Contra mi diplomacia testimonio. III. Vamos á lo esencial. Fueron felices: A cambio....¿en qué no habrá compensaciones?— IV. Andrés (Madrid entero lo sabía, Y ni sus envidiosos lo negaban) Era hombre de talento. A eso achacaban El caso es que, si bien era aún muchacho, Únicamente guapos para ellos. Andrés tenia en toda su figura Un no sé qué de fuerza y de dulzura Le hizo ser, no un Tenorio, mas sí hombre VIII. La hija segunda del señor anciano, Con un pie más pequeño que la mano, Donde, en un viaje largo y aburrido Del tiempo actual) de « las que dan el opio», La que había de sí formado Julia, De aquel padre ejemplar, de aquel buen hombre, Y hombre que, aunque vestía con decoro, Y á muchos parecía en ocasiones Un hortera incompris y meláncolico. XI. Julia creyó jugar (¡ fatal locura Más vióse de la noche á la mañana, Ya que no de amor loca por el tipo Y familia y amigos á montones, Los seis novios antiguos se marcharon, En sus reinos, los pobres se escamaron, Y Julia pensó al fin:- «¿Con cuál me avengo De los novios que tengo? »– Meditó breve rato, y luego dijo: ¿Tengo un novio no más? Pues ese elijo. » Que dudas de mujer han de ser cortas Yay! á falta de pan, buenas son tortas. |