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te no era hombre que se dejase engañar por las reticencias, ambigüedades y amaños del General negro. Al punto que estuvieron firmados los preliminares de paz con Inglaterra, activó todos los preparativos para la salida de Brest de una fuerte escuadra y de un numeroso ejército destinado á conquistar aquella rica y feraz colonia, cuya pérdida era tan sentida en Francia. Muy lejos hubiera estado por cierto el Cónsul de aventurar expedición tan considerable, á no haber tenido el beneplácito de la Inglaterra para ello; pero los ingleses no tuvieron inconveniente en permitir que la Francia intentase la reducción de su antigua colonia, y aun prometieron que cooperarían á ella si fuese necesario (1). La cesión de la parte española á la República, convenida por el Tratado de Basilea, que la Inglaterra rehusó reconocer hasta entonces, había merecido al fin su aprobación desde que por los preliminares de Londres se vió ella misma en posesión de la isla de la Trinidad. En cuantas negociaciones hubo antes de este ajuste, la Gran Bretaña se apoyó siempre para negar su consentimiento en uno de los artículos del Tratado de Utrecht, por el que España se obligó á no ceder ni enajenar parte alguna de sus posesiones de Indias, y se rehusó constantemente á reconocer la cesión de la parte española de la isla de Santo Domingo á la República francesa, á menos que en compensación no lograse también ella alguna isla ó territorio equivalente en aquellas regiones. La Trinidad satisfacía completamente sus deseos. Esa fué la causa por que convino con la Francia en que saliese su expedición para posesionarse de la isla de Santo Domingo. La sumisión de los negros era, por otra parte,

(1) Carta de Azara á D. Pedro Cevallos.

objeto de utilidad general, y en ello ganaba también la Inglaterra. Bonaparte dió el mando de las tropas de tierra al General Leclerc, su cuñado; la armada fué á las órdenes del Almirante Villaret Joyeuse. Cinco navíos españoles y una fragata formaron la división auxiliar del Rey de España, bajo el mando del General Gravina, es á saber: el navío Neptuno, capitán D. Cayetano Valdés; el navío Guerrero, capitán D. Vicente Julián; el navío San Francisco de Paula, capitán Don Agustín Figueroa; el navío San Pablo, capitán D. Bernardo Muñoz; el navío San Francisco de Asís, capitán D. José Meléndez; la fragata Soledad, capitán D. José Quesada; el bergantín Vigilante, capitán D. Diego Butrón (1).

España quiso libertarse de la cooperación de sus navíos á la expedición, por creer terminada ya la alianza; pero Bonaparte amenazó seriamente, y fué menester ceder.

Hiciéronse en Madrid vanos esfuerzos para libertarse de prestar este servicio, al cual no parecía que España estuviese ya obligada, por haber puesto fin los preliminares de paz con Inglaterra, así al Tratado de alianza con Francia de 1796, como al convenio marítimo firmado pocos meses había por el Príncipe de la Paz y Luciano Bonaparte. En vez de emplear la escua

(1) El General Gravina era de grado más antiguo que el Almirante francés; mas no pudiendo tomar el mando de la expedición, confiada à éste por el Gobierno consular, ni tampoco servir en concepto de subalterno, se adoptó el término medio de que Gravina mandase la división española con el título de escuadra de observación, del mismo modo que se practicó en otro tiempo en la reunión de la escuadra española al mando del General Córdova con la francesa á las órdenes del Conde d'Orvilliers.

dra española de Brest en expediciones lejanas, que ninguna cuenta traían al reino, el Rey ansiaba por hacerla venir á los puertos de España, poniendo así fin á los crecidos gastos que había ocasionado su larga é inútil permanencia en Francia, porque, como dejamos ya insinuado, fué surtida dicha escuadra por contratas hechas con proveedores franceses, y se cumplieron en esta parte los Tratados religiosamente; no así el Gobierno consular, que envió á España un ejército francés para invadir á Portugal, y obligó al Rey á que le mantuviese á sus propias expensas, contra lo dispuesto formalmente en los convenios entre ambos Gabinetes (1). Bonaparte contestó con el más insolente descaro á las observaciones en que la Corte de Madrid se apoyaba para quedar libre de sus anteriores empeños, diciendo que si el Embajador Azara no daba las órdenes para que los cinco navíos salieran de Brest y se reunieran con los del Almirante Villaret, mandaría él mismo apoderarse de ellos y servirse como le pareciese, ni permitiría tampoco que saliesen de dicho puerto los diez navíos españoles restantes; avilantez que el Gobierno de Madrid aguantó con su natural menguada resignación. El resto de la escuadra permaneció en Brest á las órdenes del General D. Juan Villavicencio.

El número de buques que la componían era el siguiente: el Reina Isabel, capitán D. José Arambúrez; el Príncipe de Asturias, capitán D. Francisco Uriarte; el Concepción, capitán D. José de Rojas; el Mejicano, capitán D. José Gardoqui; el Bahama, capitán Don

(4) Por fin, à instancias del Rey se nombraron Comisarios de ambas naciones para liquidar el importe de los suministros hechos al ejército francés.

Francisco Vázquez Mondragón; el San Joaquín, capitán D. Marcelo Spínola; el San Telmo, capitán Don Francisco Moyna; el Nepomuceno, capitán D. Joaquín Gómez Barreda. El Conquistador y el Pelayo fueron entregados á la República. La fragata Perla, capitán D. José Quesada; la fragata Atocha, capitán D. Salvador del Castillo; el bergantín Descubridor, capitán D. Juan Coronado.

Aunque el Gobierno de Madrid no tuviese la fortaleza necesaria para sacudir el yugo de la tiranía de Bonaparte, como no la tuvo tampoco en tiempos anteriores para resistir al Directorio, muy menos de temer que este caudillo, no por eso dejaba de reconvenir agriamente al Embajador Azara porque consentía en las imperiosas voluntades del Cónsul, como si el representante del Rey hubiese de tener mayor influjo y resolución que su propio Soberano, ó como si el trato antiguo y amistoso entre Azara y Bonaparte pudiera bastar á contener la impetuosa ambición y prepotencia de éste. El Gabinete de Madrid, no solamente se mostraba en ello débil, sino también injusto hacia uno de sus principales y más entendidos agentes.

Restablecimiento del culto católico en Francia.-Concordato entre el Sumo Pontífice Pío VII y el primer Cónsul francés.

Por más que la dependencia de la voluntad del Cónsul fuese penosa para nuestro Gobierno, no dejó de haber algunas consideraciones que le ayudaron á sobrellevarla. Del buen régimen que Bonaparte establecía en Francia, no podían menos de seguirse resultados ventajosos para la paz y bienestar de los demás Estados de Europa, y señaladamente de España. Veíase le

dar cada día algún paso hacia el restablecimiento de la autoridad con aplauso universal del pueblo francés, que estaba ansioso de borrar de sus anales, si era posible, la memoria de aquellos amargos días de delirios y desórdenes anteriores á la magistratura consular. Bonaparte penetró al punto, con su natural perspicacia, la conformidad que había entre los intereses verdaderos de la Francia y los designios de su ambición personal; porque se ha de confesar que si fueron grandes en verdad las facultades intelectuales de este hombre extraordinario, y si hizo servicios eminentes al orden público, la restauración social de la Francia se debió no tanto á su capacidad como al horror que dejó en los ánimos la era lamentable de los excesos revolucionarios. Quien intentase poner á la nación á cubierto de iguales trastornos en lo venidero, valiéndose de medios eficaces para conseguirlo, podía estar seguro, no solamente de la obediencia de los franceses, sino también de su gratitud, y hasta del reconocimiento de los demás pueblos. He dicho de los demás pueblos, porque todos los Estados de Europa se estremecieron á vista de las bacanales sangrientas de la libertad francesa, y todos temieron que viniese á descargar sobre ellos algún día la furiosa tempestad que veían devastar á un reino hasta entonces poderoso y culto. Por tanto, aun cuando no prorrumpiesen en aclamaciones ni rindiesen públicamente aplausos al que restablecía los fundamentos de la sociedad civil, no hubo entre ellos ninguno que no viese en esta política del Cónsul un beneficio insigne hecho á la causa de la humanidad. Sobre todo en España, país de antiguas y firmes creencias, en donde escandalizaron tanto así la impiedad sanguinaria de los tiranos populares de Francia, como sus atentados contra el Rey y contra

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