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riores de no hacerla en el momento del riesgo, que hubiera sido insuperable de otra manera.

Por último, en las noches del 3 y 5 de Julio de 1797 preservó á Cádiz de ser reducida á escombros por el bloqueo de los ingleses, ó de tener que redimirse con alguna gruesísima contribución. En la citada Representación á Carlos IV, Mazarredo confiesa que en la resistencia á los ataques del enemigo en aquellas noches, la gloria fué común con él á todos sus subalternos, pues que todos hicieron lo que debían hacer; «pero ¿á qué se debió, dice, el operar así? A mi previsión, á mi catalejo, que siempre ha sido el instrumento de mi celo en los cargos del servicio de V. M. y de la causa pública (1).»

Otro mérito del General Mazarredo, el más señalado quizá, fué contener al Directorio y á Bonaparte para que no abusasen de la permanencia de la armada española en el puerto de Brest.

Dejamos aparte una multitud de providencias y órdenes expedidas por Mazarredo para el buen gobierno de la marina.

Queda ya referida la entereza con que defendió sus opiniones en París contra los designios marítimos del primer Cónsul. Hemos dicho también que llamó allí la atención pública por la pureza de sus costumbres y por sus nobles procederes. Ouvrard cuenta en sus Memorias el hecho siguiente como muy honroso para el General español. Después de haber hecho ganancias enormes en el abastecimiento de la escuadra española de Brest, al mando del General Mazarredo, quiso el

(1) Los que quiera a ver expuestas detenidamente estas operaciones, pueden leer la dicha Representación á Carlos IV. Está impresa en Madrid en 1810.

proveedor francés, según la costumbre de su profesión y el uso recibido en aquel tiempo en Francia, mostrarse reconocido al Jefe con quien había acordado las contratas para la provisión de la escuadra. Al intento mandó construir un hermoso coche, con vajilla de plata dentro para el servicio, con un reloj magnífico y con otras muchas prendas de valor. Cuando Mazarredo se halló en su casa con un regalo de esta especie, creyó mancillada su honra, pues entre los que hasta el reinado de Carlos IV habían tenido grandes mandos en España, apenas se hallaría quien hubiese admitido regalos ni entrado en cohechos con los proveedores. Mas no queriendo, por otra parte, desairar al que le hacía aquel obsequio, le expuso las razones que no le permitían aceptar tal ofrenda; y en prueba de que no por eso dejaba de estimar su atención, hizo sacar del coche los objetos de valor que había dentro de él, devolviéndoselos, y se quedó con el coche vacío ya de sus preciosidades.

Desde que hizo dimisión del mando del departamento de Cádiz, vivió retirado en Bilbao. Vino el año de 1808, y con él la caída del Príncipe de la Paz y las abdicaciones de la Familia Real en Bayona. Mazarredo, persuadido, como otros buenos españoles, de la imposibilidad de resistir al poder de Napoleón con feliz éxito, reconoció á su hermano José por Rey de España, quien le nombró Ministro de Marina. Todos saben la rectitud y honradez con que se condujo en el desempeño de sus cargos; pero lo que es ciertamente menos conocido es el hecho siguiente, que manifiesta su sinceridad y franqueza. Llegó Napoleón á Vitoria con su ejército de Alemania en el mes de Noviembre de 1808, después de haberse abocado en Erfurt con el Emperador de Rusia y convenido con él

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en que Alejandro I reconocería las mudanzas hechas en España. José se hallaba también en Vitoria con sus Ministros, después de haber abandonado á Madrid por consecuencia de la batalla de Bailén. Al día siguiente del arribo del Emperador Napoleón, todos los Ministros de José y demás sujetos distinguidos de su Corte le fueron presentados; la concurrencia de Mariscales del Imperio, Generales y Oficiales superiores franceses á la Corte del Emperador, fué también aquel día muy numerosa. Napoleón habló con particular aprecio á Mazarredo, y le preguntó delante de toda su Corte cuál era su parecer sobre las Indias: si creía que se mantendrían obedientes á la madre patria. Señor, respondió Mazarredo, tanto España como América se someterán con tal que los Generales de V. M. se conduzcan bien (1). Napoleón, á quien tan singular respuesta hubiera podido disgustar, no pareció incomodarse por ella, y se contentó con decir: Es de esperar que lo hagan así. Hablando después José á uno de sus Ministros de la franqueza inconsiderada de Mazarredo, decía que no conocía en Europa ninguna persona de quien el Emperador hubiera sufrido una salida semejante á la suya. Tal era el concepto de honradez y buena fe en que era tenido Mazarredo, y tan grande y tal también el respetuoso homenaje que se profesaba á sus virtudes.

Para alimentar su piedad, había buscado y adquirido en la lectura de los libros sagrados gran copia de sentencias y versículos de que hacía uso frecuente hasta en las conversaciones familiares. En uno de los

(1) El General quería hacer alusión á los vejámenes y atropellamientos ocurridos en algunos pueblos á la entrada de las tropas fran

cesas.

discursos que pronunció en Galicia, adonde fué enviado por José como Comisario regio, á fin de traer á aquellos habitantes á la obediencia, fué tal la multitud de textos de la Escritura y de los Santos Padres de que se valió para exhortarles à la sumisión, que pocos eclesiásticos de aquella provincia se hallarían quizá en estado de ostentar tan varia y sagrada erudición.

Nada diremos de los últimos años de su vida. Creyó, como otros muchos, que debía ceder á una necesidad inevitable, y no se negó á colocarse en un puesto donde pudiese contribuir á aliviar los males de su patria. Los sentimientos de amor á ella y á sus conciudadanos, y el sagrado afecto de la caridad cristiana que dominaron siempre en el corozón de Mazarredo, tuvieron grande ocasión de manifestarse en los infortunios que afligieron á nuestra nación durante la guerra de la Independencia. Empleó constantemente. su influjo y los medios que le proporcionaba su situación, en disminuir los males de su patria. En el Señorío de Vizcaya hubo un levantamiento contra el Gobierno intruso en el año de 1808. Sofocado aquel movimiento, los vencedores pidieron víctimas, y Mazarredo las salvó. El Corregidor de Vizcaya, D. N. Yermo; el Diputado D. Francisco de Borja Corcuera, y el Mariscal de Campo D. José Benito Zarauz, estaban ya designados para el suplicio. Otras muchas personas hubieran perecido en esta proscripción si se hubieran seguido los trámites de la legislación militar. Mazarredo cortó por sí y ante sí, con una firmeza invencible, aquellos procedimientos que hubieran sido funestísimos á muchas familias, y el ascendiente de su virtud mitigó el rigor que los franceses creían necesario para su seguridad.

En Galicia manifestó los mismos sentimientos con

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igual buen éxito. Un gran número de personas se hallaban en las cárceles de la Coruña, y temblaban ser víctimas del rigor del Mariscal Ney. Mazarredo les volvió la libertad y las sustrajo á la ira de aquel guerrero. Ni se limitaba su beneficencia á salvar á los infelices de la inhumanidad de los enemigos; procuraba al mismo tiempo por todos los medios posibles aliviar á los que perecían por falta de socorros. que tenían derecho de exigir del Gobierno, fuese legítimo ó intruso. El departamento de Marina del Ferrol no debe olvidar los esfuerzos que hizo para socorrerle en su extrema necesidad, como lo hubiera efectuado á no haber acelerado Ney su retirada de Galicia. Aún deben conservar la memoria de su beneficencia dos pueblos de las cercanías de la Mota de Toro, cuyas contribuciones pagó de su bolsillo, y otras muchas personas y corporaciones que libertó de los vejámenes propios de una invasión. Los odios que produce la divergencia de opiniones, no tuvieron poder sobre aquella grande alma; su deber era hacer bien á sus conciudadanos, y no omitió medio ni recurso alguno para ponerse en estado de cumplir con él. Murió en Madrid en 29 de Julio de 1812, á los sesenta y siete años de su edad.

Doña Juana Mazarredo y Moyua, hija del General, ha dejado un soneto á la memoria de su padre. El motivo de la composición honra su amor filial. Convencido del gran mérito del autor de sus días y de los servicios eminentes que hizo á su patría, veía con dolor que no hubiese un monumento público en su honor, ni testimonio alguno que recomendase su gloriosa ca

rrera.

Un día oyó leer el soneto que Moratín compuso á la memoria del célebre comediante Máiquez; y senti

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