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de la República francesa, hizo presente otra vez al Directorio el derecho de la Corona de España al reino de las Dos Sicilias, y le pidió ser reintegrado en su posesión. Olvidándose de los pasados desengaños, hizo observar al Gabinete francés por su Embajador en París «que había desaprobado el mal proceder del Rey de Nápoles y su ciega pasión por la Inglaterra, y que su descontento por ello había llegado á tal punto, que aunque S. M. Siciliana y el Rey Católico fuesen hermanos, no había ya ninguna confianza entre ambos. Añadía que por bondad se había retraído hasta allí de reclamar sus irrecusables derechos al trono de las Dos Sicilias, las cuales le pertenecían por ser el mayor de la familia, puesto que el Rey padre no pudo privarle de su derecho por haber renunciado el trono en favor de su hijo menor. En el supuesto, pues, de que hubiese de haber variaciones en el gobierno de aquel reino, el Directorio haría bien en restablecer los derechos de la familia de España en todo ó en parte, mayormente teniendo certeza de que un Infante español seguiría el sistema político de su padre, y de que debiendo España ser aliada fiel de la Francia por su posición geográfica y por sus intereses, ésta no pudiera menos de hallar provecho en tal arreglo.» Se alcanza fácilmente que el Directorio no respondiese siquiera á estas reclamaciones, por más que fuesen acompañadas de los más vivos testimonios de amistad por parte del Rey. Mal pensaría, por cierto, en restituir el trono de las Dos Sicilias á un Rey Borbón quien no ansiaba más que por acabar con todas las Monarquías y por democratizar el universo entero, si era posible. Azara, conociendo mejor el terreno, decía que al hacer tales proposiciones, no tenía esperanza de que fuesen adoptadas; pero que había

ciertas simientes que pudieran producir algún fruto con el tiempo. «Los Directores, añadía, han oído mi proposición con aire risueño y festivo; pero no se han mostrado escandalizados de ella.» La Corte de Palermo se ofendió cuando supo que el Rey de España, abandonándola así á su mala suerte, reclamaba de los franceses su antiguo patrimonio. Al resentimiento de la Reina Carolina y á su in flujo en el Gabinete del Emperador, se atribuye la frialdad que sobrevino poco después entre este Monarca y el Rey de España.

El Directorio francés despoja al Rey de Cerdeña de sus Estados.

Por aquel tiempo el Directorio despojó también de su Corona á Carlos Manuel, Rey de Cerdeña, y convirtió los Estados de este Príncipe en otras tantas provincias ó departamentos de la República. La situación de este reino fué sumamente crítica desde los principios de la Revolución francesa, porque sirvió de puesto avanzado á los ejércitos del Emperador de Alemania. En las primeras campañas resistió á los ataques de los republicanos, no sin ser humillado por sus imperiosos auxiliares los austriacos. Mas cuando las armas francesas penetraron en Italia, quedó ya entregado á discreción de los vencedores. Temerosos éstos de reveses, cuidaron muy particularmente desde entonces de asegurar las comunicaciones con Francia, sujetando á la condición de vasallo suyo al Rey que dominaba los Alpes. Por el Convenio de Cherasco (15 de Mayo de 1796), los franceses se posesionaron hasta la paz general de las ciudadelas de Alejandría, Tortona, Suza y Cera, y guarnecieron con tropas suyas Coín, Castillo Delfín y Valencia. Toda la artillería y almacenes

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de dichas plazas de guerra quedaron en su poder. Para que nada faltase á la humillación del Rey de Cerdeña, que era entonces Víctor Amadeo III, este Príncipe tuvo que gastar tres millones en demoler las obras de fortificación de Suza, de la Brunette, de Exiles y de Demonte, que cubrían al Piamonte por la parte de Francia. Agobiado con tamaños infortunios, Víctor Amadeo murió, dejando ya su Corona tan mal parada al Príncipe del Piamonte, aclamado Rey con el nombre de Carlos Manuel IV. El Directorio, impaciente por trastornar las Monarquías de Italia, no hubiera tolerado ciertamente por mucho tiempo la existencia de un Soberano que tenía aún la llave de los Alpes, sin las reiteradas instancias que Bonaparte hizo por conservarle; pero éste sostuvo constantemente al Rey de Cerdeña, y quiso que, en virtud de un Tratado de alianza, 10.000 hombres del ejército de este Príncipe fuesen á reforzar las filas del suyo. El ascendiente del vencedor de Italia sobre el Directorio pudo libertar á Carlos Manuel del destronamiento que le amenazaba, si bien nunca se logró que los Directores ratificasen dicho Tratado. Así, cuando Bonaparte hubo dado la vela de Tolón, el Rey de Cerdeña quedó en manos de sus enemigos, sin que ninguna fuerza humana bastase ya para salvarle.

No tan solamente tenía sus plazas principales en poder de los franceses, y la entrada de su reino estaba enteramente libre para el paso de los ejércitos republicanos á Italia, sino que en sus Estados había un fermento revolucionario, cuya propagación era difícil de evitar. Por la creación de las Repúblicas cisalpina y transalpina, la Corte de Turín tenía en su vecindad dos madrigueras de jacobinos que ponían en continuo riesgo sus Estados. De la Liguria partían frecuentes

agresiones á mano armada hechas por hombres admiradores, ilusos y fanáticos de una libertad ideal ó instrumentos dóciles del maquiavelismo del Directorio de París. Mientras que el Directorio no creyó llegado el momento oportuno de quitarse la máscara, el Gobierno del Rey fué vencedor en los combates que hubo de sostener contra estos aventureros, á los que se agregaban algunos de sus vasallos. Pero estos mismos vencimientos y los rigores con que era indispensable tratar á los rebeldes, agriaban cada vez más los ánimos y avivaban el odio contra el Rey Carlos Manuel. Conociendo bien este Soberano cuán arriesgada y escabrosa fuese su situación, hizo decir al Gobierno directorial, por medio del Conde de Balbo, «que viéndose el Piamonte amenazado otra vez por los revolucionarios, el Ministerio de Turín ignoraba cuál podía ser la importancia de sus proyectos, no sabiendo si las Repúblicas vecinas entraban en ellos indirectamente; pero que sabía muy bien que su existencia política estaba en manos de la República francesa, y que, por tanto, el Rey había mandado á su Embajador en Paque pidiese al Directorio ejecutivo una declaración sobre sus intenciones, pues se hallaba determinado á abdicar la Corona, si es que estaba resuelto que la hubiese de dejar.» No convenía al Directorio descubrirse, y así dió una respuesta evasiva, dejando á Carlos Manuel en el mismo apuro, es decir, obligado á oponerse á las medidas de los revoltosos, no obstante que tenía certeza de que el Directorio dejaría por fin los disfraces y le intimaría que cesase de reinar. Orgullosos los insurgentes y los ligurianos con la protección secreta que el Directorio les dispensaba, se adelantaron hasta Seravalle y sitiaron la ciudad. Entonces los Generales franceses, obrando con infame hipo

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cresía, se declararon mediadores entre los dos países. El resultado de los manejos del partido del Directorio fué un ajuste con el Rey, por el cual entregó la ciudadela de Turín á la Francia por prenda de su buena fe; fortaleza que era una de las mejores que había construído Vauban y que el Directorio deseaba poseer para poner por obra sus proyectos ulteriores. Esta capitulación afrentosa se ajustó en Milán el 28 de Junio de 1798. El General Brune, que mandaba las tropas republicanas, tomó á su cargo hacer que cesasen las hostilidades de la República liguriana, y que no hubiera tampoco agresiones por parte de la cisalpina. Cuán desinteresada fuese la mediación de los franceses, se ve por la siguiente proclama de este General republicano: «Mando que las plazas y países conquistados, ya por los piamonteses ó ya por los ligurianos, queden libres al punto. Las tropas francesas guardaran dichas plazas y territorios en depósito hasta el Tratado definitivo que se concluirá entre la Liguria y el Piamonte; tomarán las providencias convenientes para que las plazas queden libres, y también para que los franceses las ocupen inmediatamente.» Desde que los franceses tomaron posesión de la ciudadela de Turín y de las demás plazas del reino, el Rey de Cerdeña se debió contemplar como preso en su propia capital y expuesto á cada paso á los insultos del partido popular que protegían las armas francesas.

En este estado se hallaban las cosas, cuando el General Joubert fué enviado por el Directorio á Milán para reemplazar al General Brune en el mando de las tropas de la República. Joubert era mozo y conocido. por el ardor de sus sentimientos republicanos, si bien en el año siguiente sus opiniones variaron del todo, como se verá más adelante. El 26 de Noviembre un

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