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de que Championnet se había detenido, mandó á sus diferentes columnas que le cargasen; pero éstas lo hicieron con éxito tan poco venturoso, que el día 5 de Diciembre habían ya perdido la tercera parte de las tropas que tomaron parte en la pelea y 15 cañones. Intentó después, también sin fruto, forzar el centro del ejército enemigo en Terni. Championnet, advertido de que tal era el designio del enemigo, concentró sus fuerzas y resistió al ataque. El General austriaco Moeick se rindió en Otricoli con 4 ó 5.000 prisioneros. En virtud, pues, de éstos y otros contratiempos, Mack emprendió su retirada el día 11 de Diciembre. El 15 los franceses habían vuelto á entrar en Roma, después de diez y siete días de ausencia, en los cuales habían muerto ó hecho prisioneros 15.000 napolitanos, tomándoles 40 cañones, 20 banderas y todos los equipajes de aquel ejército, que estaba tan abundantemente provisto. Mack salió de los Estados de Roma sin detenerse, y fué á rehacer las tropas detrás del Volturno, al abrigo de los baluartes de Capua. El Rey Fernando IV, después de un corto descanso en Caserta, adonde se dirigió primero, llegó á Nápoles, y deseoso de consultar con la Reina y con el Consejo, llamó á Gallo, á Nelson, á Hamilton, á Caracciolo y á Pignatelli, y les dijo que las tropas habían manifestado cobardía y los Generales mala voluntad; que Mack había extendido demasiado su línea de operaciones, y, en fin, que la empresa se había desgraciado completamente por diversas causas, de que hizo mención. Los brillantes proyectos de agresión y de conquista se trocaron entonces en necesidad urgente de atender á la propia defensa, porque los franceses, con impetuosidad propia de su carácter, se adelantaban ya dentro del territorio napolitano, fiados, más acaso que

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en el valor de sus tropas, en el desaliento de los soldados vencidos, en los manejos del partido afecto á los franceses y contrario á la Corte y en la confusión que acompaña siempre á semejantes invasiones. Por grandes esfuerzos que Mack hiciese, no parecía posible á los Generales franceses que un ejército ya desordenado y, sobre todo, receloso del Jefe extranjero que le mandaba, pudiese volver á ordenarse. Para conjurar la tempestad, no quedaba al Rey de Nápoles más medio que inflamar al pueblo, llamándole á la defensa de su Soberano, de sus hogares, de su religión y de cuanto tenía de más caro. «No, amigos míos, decía el Rey en la proclama que hizo á sus vasallos; no, mis hermanos queridos, no hay que engañarnos: si no corréis presurosos á defenderos, lo perderéis todo, la Religión, la vida, los bienes; veréis deshonradas á vuestras mujeres, á vuestras hijas, á vuestras hermanas. A las armas, pues, mis leales vasallos; poneos en defensa; salid al encuentro del enemigo; no le dejéis entrar en el reino, ó si penetrase en vuestro territorio, que halle en él su exterminio. Invocad el patrocinio de vuestro gran protector San Jenaro. Poned vuestra confianza en Dios, que sostiene siempre á los que pelean por la justa causa.» Entre tanto el ejército francés se adelantaba, sin que los cuerpos militares napolitanos le opusiesen seria resistencia. Venciendo los obstáculos del mal temporal, continuaba su marcha hacia San Germano, dirigiéndose á Nápoles. El pueblo se mostraba muy animado contra los franceses: no así la nobleza, que propendía á entrar en parlamento con Championnet, ni los partidarios de la revolución, que, viendo la proximidad de las tropas republicanas, tenían á gran ventura su llegada á Nápoles para plantear la forma de gobierno de que eran tan ardientes admiradores. Con

todo, el Rey estaba resuelto á defender su Corona, contando con la lealtad y el valor de su pueblo; mas no tardó en ver que con la exaltación de las pasiones populares andaba también mezclado el desorden, y que, por lo tanto, la muchedumbre, á pesar de sus encarecidas promesas de fidelidad, valía realmente mucho menos de lo que aparentaba, pues aquella situación crítica pedía, ante todas cosas, obediencia á las leyes y mantenimiento de la paz pública. Llegó á Nápoles un correo del Emperador de Alemania, por el cual aquel Soberano hacía saber al Rey Fernando IV que no había aprobado la invasión de los Estados romanos, puesto que el Emperador no estaba pronto todavía, por su parte, para entrar en campaña, y que así el ejército napolitano había quedado reducido á sus solas fuerzas, sin esperanza de que se pudiese llamar la atención de los franceses por la alta Italia. Esta noticia consternó al Rey y á la Reina, y siendo de tan grande importancia, mandaron que el correo pasase á la bahía á abocarse con Nelson. En el camino el populacho, teniendo al correo por francés, cargó sobre él y le trajo cubierto de heridas ante el balcón del mismo cuarto del Rey. Todos los extranjeros que había en Nápoles se llenaron de espanto con este suceso, porque ansiosa la plebe de saciar su enojo contra los franceses, buscaban víctimas por todas partes. Creciendo así la confusión por instantes, y solicitando vivamente las personas más principales de Nápoles que se capitulase con el enemigo, el Consejo de Ministros envió al General Championnet una Diputación compuesta del Marqués de Gallo, primer Ministro; del Embajador del Rey de España, y del Ministro cisalpino. El Rey Fernando IV quiso ocultar así su determinación de ausentarse, pues por consejo

TOMO XXXIII

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de Nelson y del caballero Hamilton partió con la Reina y sus hijos para la Sicilia, dejando á los napolitanos expuestos ó á las vejaciones é insolencias del soldado extranjero, ó á los atropellamientos y ciegas venganzas de las clases más bajas. Championnet ni recibir quiso siquiera á la Diputación que iba á pedirle la paz, y antes bien la hizo saber que él no tenía orden para concluir ningún ajuste, sino para marchar contra Nápoles.

Mack se ve obligado á refugiarse en el real enemigo.-Nueva forma de gobierno en Nápoles.

El General francés obró en esto con visible imprevisión é imprudencia, pues su situación distaba mucbo de ser ventajosa. En vez del triunfo que creía alcanzar, se expuso á perder todo su ejército. Habiendose internado en el territorio napolitano, se halló rodeado de una población enemiga que interceptaba sus comunicaciones, hacía prisioneros pequeños destacamentos y dificultaba hasta el mantenimiento de las tropas. Mack había llegado por fin á reunir y organizar á fuerza de diligencia y trabajo un ejército de 30.000 hombres, con el cual se estableció en un campo atrincherado cerca de Capua. El río Volturno, que es alli profundo y no tiene vado ninguno, le proporcionaba una línea de defensa que era inexpugnable. El ejército francés se veía, pues, en muy grave compromiso. La fortuna se place á veces en favorecer á los imprudentes, y sacó de este apuro á Championnet y á sus soldados, y por sucesos que no nos es dado referir circunstanciadamente, como querríamos, les puso en posesión del reino de Nápoles, ayudados por un par

tido que había allí entusiasta de las máximas de la Revolución francesa. Mack, habiendo perdido la confianza de sus propias tropas y vístose en peligro de perder también la vida á manos de hombres irritados ó en vidiosos, tuvo que buscar asilo en la tienda del General enemigo. El ejército napolitano, disuelto ó desordenado, dejó el paso libre á las divisiones francesas, que se presentaron delante de Nápoles y hallaron las puertas abiertas, merced á la actividad de los amigos apasionados que tenían en la ciudad. Fué entonces proclamada la República parthenopea, cuya forma de gobierno consistía en una Junta de 25 personas, divididas en cinco Salas ó Comisiones de Guerra y Marina, Justicia y Policía, Comercio é Interior, Hacienda y dominios de la Corona y Relaciones exteriores. Cada una de las Comisiones nombraba su Presidente todos los meses, y los cinco Presidentes componían el Directorio de la República. Por Superior de este poder ejecutivo nombraron á aquel famoso revolucionario francés llamado Lambert, al que el Rey de Nápoles se vió precisado á arrojar de sus Estados en los años anteriores.

El Rey Carlos IV reclama de la República francesa la posesión del reino de las Dos Sicilias.

Con satisfacción singular vió el Directorio de París formarse al otro extremo de Italia una nueva República, cortada, digámoslo así, por el patrón de la suya, obra de sus manejos, y útil en gran manera para afianzar su imperio en aquella Península. Por tanto, admira, en verdad, la confianza del Gobierno de Carlos IV. Persistiendo en tener por sincera la amistad

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