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Nelson.

De regreso de la escuadra, Nelson tuvo siempre á gran ventura que los intereses del servicio marítimo le llevasen á Nápoles. Fueron varios los viajes que hizo á esta capital; pero no haciendo á nuestro propósito referirlos todos, mencionaremos tan solamente su arribo el 16 de Junio del año de que hablamos (1798) mandando la escuadra inglesa, que entró en el Mediterráneo en busca de la expedición de Tolón. Habiendo pasado en su chalupa á casa del Embajador, halló allí á la Reina, que fué de incógnito, con la cual tuvo una conversación secreta. Luego que la Reina se retiró, fué servido un banquete suntuoso, y en él Lady Hamilton, que le presidía, pronosticó delante de todos los convidados que la escuadra francesa sería destruída. Nelson, animado con los vaticinios de su amante, juró morir en la demanda ó volver victorioso. A la cena siguió un baile. Al día siguiente toda la ciudad supo ya el motivo de este regocijo. Aquella noche misma el Almirante volvió á bordo de su navío, y con ayuda de pilotos napolitanos dobló el estrecho de Messina, que es muy peligroso.

Preparativos de guerra en Nápoles.-A petición del Rey de las Dos Sicilias, el Emperador de Alemania envía al General Mack para tomar el mando de las tropas napolitanas.

Fácil es de comprender el regocijo de Nápoles cuando ancló allí la escuadra victoriosa con el héroe que la mandaba. Al ver realizadas aquellas esperanzas tan

gloriosamente con la destrucción total de la escuadra francesa de Aboukekir; al considerar que los navíos que estaban delante del puerto acababan de dejar libre al Mediterráneo de la dominación francesa, y que Nelson, triunfante, venía á presentar allí los trofeos de tan brillante jornada á los ojos de la Corte y del pueblo, con quienes estaba tan bien quisto, no se guardó medida en las demostraciones contra la Francia. Más bien que alborozo, pudiera llamarse delirio el que hubo en la Corte y en el pueblo. En vano el Rey, que era de carácter detenido y más propenso también á la paz que los demás personajes de su Palacio, quiso moderar aquel ardor inconsiderado. La Reina, que tenía sobre el Rey Fernando IV un imperio irresistible, y el Ministro Acton, que, separado por un instante del Ministerio, recobró de nuevo su anterior influjo, lograron superar la repugnancia del Monarca. Guerra contra los franceses, fué el clamor universal. El Gobierno no pensó ya en otra cosa más que en tomar medidas para el buen éxito de la contienda. Ni contestó siquiera á las reclamaciones del Encargado de Negocios de la República, Lachaise, que se quejaba de que hubiese sido recibida en Messina la escuadra de Nelson y de que se le hubiese provisto de víveres para que siguiese su derrotero por el Mediterráneo, en contravención al Tratado con la República francesa. Los preparativos de guerra continuaron con mayor actividad. Ya anteriormente se había mandado por un decreto del Rey que todos los napolitanos, aun los individuos de la Familia Real, fuesen soldados, desde la edad de diez y siete años hasta la de cuarenta y siete, y que estuviesen obligados á ejercitarse en las evoluciones militares para poder marchar al primer aviso. Ahora se dispuso la pronta formación de un ejército de

40.000 hombres que debía ir inmediatamente á las fronteras. Y como para mandar las tropas con acierto se tuviese necesidad de un General hábil y experimentado, el Rey pidió al Emperador que le enviase un Jefe capaz de medirse con los Generales franceses. Al ver la Corte de Viena los preparativos marciales de Nápoles, le envió sin pérdida de tiempo al General Mack, quien se puso al punto en camino y llegó á Nápoles en los primeros días de Octubre de 1798. Mack era Oficial instruido y de vasta capacidad para la formación de planes de campaña, si bien á estos conocimientos teóricos no acompañaban, según parece, olras prendas que son indispensables en el que ha de mandar ejércitos; por lo menos no hizo ver que las tuviese en las acciones militares en que se halló, ya anteriores, ya posteriores á la campaña de Nápoles. Es justo decir, por lo que respecta á las desgracias que ocurrieron en ésta, que un General extranjero que dirigía tropas bisoñas ó indisciplinadas, se hallaba por el mismo hecho en situación sumamente desventajosa.

Mientras tanto que en Nápoles se tomaban disposiciones para dar principio á la guerra, los Directores franceses, lejos de apagar el fuego, le encendían más, con las notas arrogantes de sus Agentes diplomáticos y con las vehementes declamaciones de las Gacetas contra aquella Corte. No es esto decir que los republicanos de París quisiesen romper los primeros la guerra, pues bien veían que abriéndola ellos mismos arriesgaban todo lo que habían conseguido por el Tratado de Campoformio, habiendo de seguirse al rompimiento con Nápoles las hostilidades contra el Emperador. Pero se ofendía fuertemente el orgullo republicano de que el Gobierno de Nápoles se preparase á disputar la existencia á algunos Estados democráticos

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creados por la Francia en Italia, y, sobre todo, á la República romana. El Redactor, que era el papel periódico protegido por el Directorio, hablaba de este modo el día 3 de Octubre: «¿De dónde viene la increíble demencia que arrastra á la Corte de Nápoles á su perdición? Las demás Potencias del continente, después de una guerra tan larga, cediendo por fin al clamor general de los pueblos, dejan todas las armas, y en este mismo instante un reyezuelo, el último de los que hubiera interés en destronar, ¿quiere aparecer con talante marcial? Todos los napolitanos desde la edad de diez y siete años hasta la de cuarenta y cinco son soldados, según el último decreto publicado en aquel reino, y todos tienen que ejercitarse en el manejo de las armas para estar prontos á marchar al primer aviso. El miedo es el que ha aconsejado esta medida impolítica á Sus Majestades (hay tres Majestades en Nápoles, es á saber: la Reina, Acton y, en fin, el Rey); tiemblan á los franceses, á los cuales han ofendido antes y después de la revolución, con la preferencia escandalosa que muestran por los ingleses y con las persecuciones que han tolerado y promovido contra los agentes de la República y contra todos los franceses; temen á muchos de sus propios vasallos exasperados con toda suerte de vejaciones, pues hay todavía en las cárceles una multitud de ciudadanos honrados que pertenecen á las familias más distinguidas del país; y, sobre todo, lo que les asusta más es esa República romana que toca al reino de Nápoles y, por decirlo así, le amenaza. ¿Por qué, pues, retarla?»

El Redactor examina después qué es lo que hubiera debido hacer en las críticas circunstancias una Corte que hubiese estado dirigida por sanos principios y no por una mujer irritable, altanera, inconsiderada, y á

este propósito traza un plan de la conducta que tenía. Allí se achacaba á la Corte de Nápoles el fomento de las insurrecciones, «que se manifiestan cada vez más en el país romano y no se apagan sino con sangre, la rebelión de Terracina, el asilo concedido á los insurgentes..... Por otra parte, esta Potencia imprudente, proseguía El Redactor, en contravención á sus Tratados con Francia, ha admitido en sus puertos á la escuadra inglesa, que corrió presurosa, aunque inútilmente, en busca de Bonaparte, la cual peleó después con la ventaja del número y de la posición contra los navíos que llevaron su ejército á Egipto. ¿Cómo podría dejarse sin castigo semejante atrevimiento, ni ser olvidada tal inconsecuencia, en caso que estas provocaciones suscitasen la guerra en el continente? No. En vano el Rey de Nápoles habría fortificado al Garigliano y á Gaeta. Si una pronta paz continental no viene á servir de broquel á su reino, un crecido tropel de republicanos de diferentes naciones pasará el riachuelo que separa al territorio napolitano de la República

romana.»

Mucho más directa fué todavía la acometida que el poeta Chénier hizo contra el Rey de Nápoles en la Proclama del Cuerpo legislativo al pueblo francés, que era obra suya. «Si algunos atletas coronados, decía, sentidos de sus anteriores reveses quisiesen volver á entrar en lid, en tal caso, por la voz solemne de los dos grandes Cuerpos del Estado, la República francesa daría otra vez la señal de la victoria, y vosotros, franceses, responderíais unánimemente estamos prontos d pelear. ¿Hay alguna nación que se halle ya á punto de declararse libre? ¿Cuál es el Monarca que se siente fatigado de reinar?»

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