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entrar por fuerza en el Vallés, pues tenemos por qué
quejarnos de esta República; pero es flaca y sus faltas
se hallan cubiertas con la magnanimidad francesa. Por
otra parte, no se os puede ocultar que si declarásemos
guerra á este país, provocaríamos por ello á sus alia-
dos, que son los amigos más antiguos de la Francia,
y el Gobierno no quiere dar el escándalo de que los
pueblos libres peleen los unos contra los otros.>

Atropellamientos cometidos contra Suiza.

El hombre honrado que escribió esta carta tuvo que salir muy pronto del Directorio, y la Suiza se vió arrebatada por el torrente revolucionario de los amigos de la República. El Directorio se quitó al fin la máscara, y oyendo á los emisarios suizos que querían constituir á su país al modo de Francia y por principios puramente democráticos, trabajó por lograrlo. Aprobó el plan del tribuno de Basilea, Ochs, que, aboliendo todas las Constituciones particulares, erigía á la Suiza en República una é indivisible, á imitación de la República madre. Por último, á los manejos ocultos siguieron actos positivos y manifiestos. El General Burne, al frente de las tropas del ejército de Italia, exigió que se variase el Gobierno, que se reconociese la soberania del pueblo, que fuese destituída la oligarquía; en una palabra, que la Revolución francesa fuese reconocida también en Suiza. Después de mil tentativas y explicaciones para este objeto, las tropas del Cantón de Berna, que se mostraron celosas y denodadas por defender el honor nacional, hubieron de ceder á los soldados aguerridos del enemigo. Berna mudó su Gobierno, y al mudarle perdió 42 millones de francos que los con

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quistadores tomaron del Erario público. Los otros Estados también se sometieron á la influencia republicana. Estos sucesos pasaron en los primeros meses del año de 1798. El Directorio, al revolucionar la Suiza, se propuso también coger el tesoro de Berna para ocurrir á los gastos de la expedición de Egipto.

ESTADO auténtico de lo que costó á la ciudad y Cantón de Berna la invasión de los franceses en 1798.

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La Suiza quedó entonces arreglada políticamente de esta manera. Los trece Cantones, el Estado de SaintGall y otras pequeñas Repúblicas que componían la Confederación Helvética, se reunieron todos, al parecer libremente, y en realidad por fuerza, para formar una sola República indivisible, democrática y representativa, con una nueva Constitución. El territorio de la Suiza fué dividido en 18 cantones. El Gobierno consistía en un Directorio compuesto de cinco miembros; un Cuerpo legislativo formado por dos Consejos, uno con el nombre de Senado, que consistía en cuatro

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Diputados de cada Cantón, y el otro con el nombre de Gran Consejo, cuyos Diputados eran ocho por Cantón. En cada uno de éstos había, además, un Prefecto y otros Magistrados subalternos. La ciudad de Lucerna fué elegida por capital de toda la Helvecia, y en ella residían el Directorio, el Senado y el Gran Consejo.

Comunicóse el establecimiento de este Gobierno á todos los Soberanos, y se les notificó que era aliado de la República francesa. Por consiguiente, el Rey Carlos IV le reconoció al punto y envió sus credenciales al Enviado extraordinario y Ministro plenipotenciario que tenía cerca de la República Helvética.

El reino de Nápoles es convertido en República Parthenopea.

Otro Estado, cuya Constitución había sido siempre monárquica, fué convertido también por los franceses en República, es á saber, el reino de Nápoles, en el cual se erigieron un Gobierno democrático parecido en todo al de Francia, con el nombre de República Parthenopea (1), creación poco duradera á la verdad, pero que fué precedida y acompañada de importantes sucesos, así militares como políticos.

Desde el momento que los perturbadores, apoyados por el ejército francés, proclamaron la República ro

(4) El origen fabuloso de la ciudad de Nápoles fué el siguiente: Parthenope, una de las sirenas, después de haberse arrojado al mar despechada de no haber podido inspirar amor á Ulises, llegó á Italia, en donde murió trabajando en la construcción de una ciudad que llevaba su nombre de Parthenope. Los habitantes de aquel país la demolieron después, porque todos iban á vivir en ella, y Cumas se quedaba desierta; pero habiéndoles dicho el oráculo que para no padecer los horrores de la peste era menester volver á levantar la ciudad de Parthenope, la construyeron dándola el nombre de Neapolis, Nápoles.

mana é hicieron salir al Pontífice Pío VI de su capital preso y desterrado, la situación del Rey de Nápoles pareció ya sumamente arriesgada. El ansia de democratizar á todos los pueblos de Italia que aquejaba al Directorio francés y á sus partidarios, ponía en grave conflicto á Fernando IV por la vecindad de los Estados pontificios. La desconfianza no puede menos de ser viva entre Gobiernos de tan diferente naturaleza. Los insultos comenzaron inmediatamente por parte de los republicanos de Roma contra el Rey de Nápoles. Las propiedades que este Soberano poseía procedentes del patrimonio de la familia Farnesio, fueron secuestradas. Los republicanos de Roma emplazaron también á S. M. Siciliana para que hiciese pleito homenaje de su Corona al pueblo romano como heredero que era éste de los derechos del Papa. Salió á luz en aquella capital un papel que era una suerte de acusación fiscal contra S. M. Siciliana, por no haber reconocido á la nueva República ni abierto comunicaciones con ella. En este escrito se decía que Fernando IV era usurpador, puesto que reinaba en virtud de Bula pontificia. El Rey de Nápoles despreció tan continuas injurias y agresiones del nuevo Gobierno romano, y no hizo gestión ninguna que indicase propensión á reconocerle. Dando al desprecio la hostilidad de la nueva República, la naturaleza sola de su origen bastaba para no prestarse á entrar en relaciones con ella.

Carlos IV, aunque aliado de la República francesa, no quiso reconocer tampoco al nuevo Gobierno romano, ni consintió en ser el primero que abriese comunicaciones con él, para no dar lugar á creer que hubiese habido acuerdo ni aprobación de tales sucesos por su parte.

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El Rey Carlos IV fija su atención en la isla de Sicilia para colocar en ella á su hijo D. Carlos.

El Rey Fernando IV, convencido de que el Rey de España, su hermano, era servidor de los revolucionarios franceses, no contaba para nada con sus consejos, y menos todavía con sus auxilios. A los primeros respondía, con razón, que cada cual debía obrar según la situación en que se hallaba, y que la suya era diversa en todo de la de su hermano. Por lo que hace á los segundos, no se le ocultaba que la alianza del Rey de España con los franceses le imponía la obligación de no prestar auxilio á los que se declarasen enemigos de la República, y que, por consiguiente, era inútil reclamarlos. Esta diversidad de situaciones acabó por entibiar de tal manera la correspondencia entre las Cortes de Madrid y Nápoles, que en el año mismo de 1798 corrieron más de ocho meses sin que el Rey y la Reina de España recibiesen más de una carta de sus parientes napolitanos, y ésta de pura ceremonia y riguroso cumplimiento. A tal punto llegó la frialdad entre ambas familias, que el Rey Carlos IV, teniendo ya á su hermano el Rey de Nápoles por desposeído, no tan solamente de este reino, sino también de la Sicilia, dado caso que se declarase la guerra contra la República francesa, puso la mira en la adquisición de esta isla, desentendiéndose de todo punto de la suerte que pudiese caber al Rey Fernando IV y á su familia. D. José Nicolás de Azara, Embajador de España en París, que tenía conexiones estrechas con el Directorio, hubo de entrever que la República se proponía separar á Nápoles de la Sicilia, é insinuó

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