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jador español con el mayor secreto y exactitud. El Papa dispensaba por la Bula todas las formalidades extrínsecas de los Cónclaves. Azara consiguió también de Pío VI, por lo que respecta á España, que las expediciones eclesiásticas para la Península se continuasen en Roma del mismo modo que si Su Santidad estuviese allí; el Papa consintió en conferir las más amplias facultades á algunas personas de confianza residentes en aquella capital. Por este medio los negocios espirituales de España no podían sufrir ningún retardo.

En la siguiente carta de Azara, escrita en Florencia de regreso ya de Siena, después de hablar del Papa y del espíritu de persecución que reinaba en Roma y en el Directorio contra él, menciona también la medida acordada con Pio VI sobre el Cónclave (20 de Abril de 1798): «Veo que será muy difícil que el Papa pueda permanecer en Siena del modo que está hoy, porque los romanos le hacen una guerra cruel y mueven á los franceses sembrando sospechas y chismes. Comprometen también al Gran Duque y le hacen vivir en continuo sobresalto, á tal punto que se ve obligado á no dejar parar en su Estado á ningún Cardenal ni Prelado de los que llegan desterrados de Roma, y tan pronto como se aparecen en Siena se les notifica que salgan en el término de veinticuatro horas. La situación es tan vidriosa, que temo que el Cardenal Lorenzana nos comprometa.

«Este Soberano (el Gran Duque de Toscana) ha preguntado varias veces á los Jefes franceses cómo se habría de conducir con el huésped que le han traído á casa por fuerza, y siempre le han respondido que le eche de sus Estados, cosa que S. A. R. no podría hacer sin deshonrarse. Ha enviado dos correos á París

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preguntando al Directorio la conducta que debe observar, y nunca le han contestado. Por tanto, se ha resuelto á enviar á Viena á su favorito el Marqués de Manfredini para mover á su hermano el Emperador á tomar un partido é interponer sus oficios con Francia para aclarar este negocio.

>>Una de las cosas que más me han ocupado estos días, añade Azara, ha sido tratar con los Cardenales que han pasado por aquí el modo con que podrá hacerse la elección del nuevo Papa sin que haya cisma. Todos han convenido en el proyecto que les he presentado de delegar la elección á los Cardenales que se hallaren unidos en mayor número, y que los demás accedan después á aquella elección. Reconocido entonces el nuevo Papa por el Rey nuestro amo y por el Emperador, podremos reirnos del que hagan elegir en Roma los del nuevo Gobierno, pues tienen tomada la resolución de hacer elegir un Papa por el pueblo romano, y viven persuadidos de que toda la Iglesia católica le reconocerá; pero tengo para mí que aun cuando se empeñe en ello la Francia no podrá conseguirlo, porque será un Papa ilegítimo, esclavo de aquellos facciosos y elegido por quien no debe, según la disciplina de la Iglesia observada de mil años á esta parte. Por lo que oigo decir á los Cardenales, todos desean que á la muerte del Papa sea posible juntar un número de diez ó doce Cardenales en el territorio que fué de la República de Venecia, sujeto hoy al Emperador, los cuales podrán hacer la elección, á que accederán los demás dispersos. Todos me parece que están conformes en elegir al Cardenal Gerdil, que está en Turín, hombre sin otra tacha que la de su edad avanzada.»

El Papa permaneció en Siena hasta el día 25 de

Mayo de 1798. Como un temblor de tierra hubiese ocasionado daños en el Convento y aun en el cuarto. mismo que Su Santidad habitaba, se tomó la determinación de trasladarle á la Cartuja de Florencia, adonde llegó el 2 de Junio. Esta causa de su traslación no sería quizá ni la única ni la principal; antes bien es de suponer que la proximidad de Siena al territorio de la República romana, y la corta distancia de esta ciudad al mar, influirían también en ella. Luego que el Pontífice habitó la Cartuja, á la cual llegó el 2 de Junio, fueron á visitarle el Gran Duque de Toscana y el Rey y la Reina de Cerdeña, ejemplo todos tres de la instabilidad de las grandezas humanas, pues el primero vivía en sobresalto continuo por la suspicacia é injusticia de los republicanos, y el Rey y la Reina de Cerdeña acababan de ser arrojados por ellos de los Estados que poseían en el Piamonte. Estos Soberanos ofrecieron á Pío VI que le llevarían á Cerdeña en su compañía. «Véngase Vuestra Santidad con nosotros, le decía la Reina; nos consolaremos juntos. Vuestra Santidad tendrá en nosotros hijos respetuosos que le cuidarán como merece tan tierno Padre.» El Papa oyó con viva gratitud el ofrecimiento noble y generoso de estos Soberanos; pero alegó su edad avanzada y el quebranto de su salud para dispensarse de admitir su favor.

Pío VI vivió en la Cartuja de Florencia con cierto sosiego hasta principios de Abril de 1799. Entonces el temor fundado de que estallase otra vez la guerra entre el Emperador de Alemania y la República francesa, causó su traslación á Francia. El Rey de Nápoles había escrito al Papa una carta desde Roma, y aun la publicó imprudentemente rogándole que volviese á su capital. El Papa no estuvo dispuesto á se

guir tal consejo; pero el Directorio se afianzó más en la idea de hacer salir á Pío VI de Italia, en cuyas provincias no podría menos de haber trastornos y conmociones populares si se declaraba la guerra al Emperador (1). Entre tanto la salud de Pío VI decaía por momentos: cualquiera incomodidad ó fatiga pudiera acelerar su muerte. No obstante, el Ministro de la República francesa en Florencia, Reinhard, envió al Ayudante general Gipeant, que acompañaba al Rey de Cerdeña, para que dijese al Santo Padre que S. M. Sarda le convidaba á partir en su compañía, y que éstos eran también los deseos del Gobierno francés. El Papa contestó que el estado de su salud siendo tan deplora

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(1) Pio VI no recibiría probablemente la carta del Rey de Nápoles, hallándose recluso en un Convento y vigilado por los agentes del Directorio; pero las Gacetas de Roma tuvieron buen cuidado de publicarla mientras que el Rey Fernando IV se hallaba allí con su ejército. Como el fin de la Corte de Nápoles fuese encender los ánimos contra los franceses en toda la Península itálica, recordando sus violencias y atropellamientos, le convenía llamar la atención hacia el Santo Padre, arrancado de su solio por fuerza y confinado en la soledad de una Cartuja. El Rey Fernando hizo su entrada solemne en Roma el dia 29 de Noviembre; la carta debió de ser escrita pocos días después.

«Vuestra Santidad, decía, sabrá con la mayor satisfacción, sin duda ninguna, que con ayuda del Señor nuestro Salvador, y por la augusta intercesión del bienaventurado San Jenaro, he entrado triunfante y siu resistencia en la capital del mundo cristiano.

>>Para gloria de Vuestra Santidad más bien que mía, he vuelto á posesionarme de esta ciudad ostentosa, de la que Vuestra Sautidad fué arrancado violentamente por hombres impios. Ahora ya puede Vuestra Santidad volver sin temor ninguno y reasumir su Autoridad paternal al abrigo de mi ejército. Salga Vuestra Santidad de su retiro cuanto antes pueda. Venga, pues, Vuestra Santidad en alas de los mismos querubines que transportaron en otro tiempo á Nuestra Señora de Loreto, y vuelva a entrar en este Vaticano, que serà purificado con su presencia. Vuestra Santidad podrá celebrar todavía los Oficios divinos el dia del Nacimiento del Salvador, y así dar principio à una nueva existencia.>>

ble, le era imposible moverse. D. Pedro Labrador, Encargado de Negocios del Rey en Florencia, informado por el Nuncio de la imposibilidad en que el Papa se hallaba de emprender semejante viaje, hizo presente al Ministro francés Reinhard y al Director de la policía, Salicetti, que el Rey de España se alegraría quizá de que el Papa pasase á Cerdeña, porque de ese modo estarían más libres las comunicaciones con Su Santidad para los negocios espirituales de sus vasallos; pero que les conjuraba en nombre de la humanidad, de que tanto se gloría la nación francesa, que lo considerasen bien, reflexionando cuán poco digno objeto de la cólera de un Gobierno era un anciano de más de ochenta años, enfermo y desgraciado. Ya fuese en virtud de este ruego, ó ya fuese por otros motivos, la ejecución del viaje del Papa á Cerdeña quedó suspendida hasta nueva resolución del Directorio. Llegó ésta por fin, y Pío VI salió el 1.° de Abril de 1799 de la Cartuja de Florencia, no para Cerdeña, sino para Parma, en donde fue recibido por el Infante-Duque con los más vivos testimonios de respeto y veneración, y permaneció hasta el 13 del mismo mes. En este día, contra el dictamen de los facultativos que creían arriesgada la vida del Papa si se ponía otra vez en camino, salió para Turín con dirección á Francia. De Turín partió el 20. El paso por la montaña de Geneore, que no podía atravesarse en coche, fué penoso. Pío VI tenía llagas en las piernas y fué menester colocarle en una cama portátil. Los Prelados y cria dos de servicio iban montados en mulas. La travesía duró cuatro horas entre paredes de nieve. Los húsares piamonteses de la escolta ofrecían al Santo Padre sus dolmanes para preservarle del frío; pero no quiso admitirlos, diciéndoles que se hallaba bien y

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