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la escuadra holandesa, objeto principal suyo en la expedición, las tropas aliadas se retiraron á sus líneas y no pensaron ya más en detenerse en Holanda. Cuando hubieron consumido todos los víveres que tenían, dió el Duque de York sus órdenes para el reembarco del ejército; y temiendo que el Jefe enemigo pudiese inquietarle antes de hallarse en el mar, entró en tratos con él. Brune no podía prometerse suceso ninguno ventajoso peleando, y así pidió la restitución de la escuadra holandesa por pura forma y sin esperanza de obtenerla, y el 19 de Septiembre quedó firmada la capitulación más ignominiosa que jamás se haya hecho, puesto que se concedía en ella lo que ni se tenía derecho de prometer ni de ejecutar; es á saber: poner en libertad y entregar 8.000 prisioneros franceses que estaban tiempo había en Inglaterra, de los cuales ninguno provenía de la presente campaña. A este precio la expedición se alejó tranquilamente de las costas de la República bátava. Los diarios ingleses de aquel tiempo no hallaron expresiones bastante enérgicas para censurar el proceder del Duque de York: la desaprobación y el enojo contra el General en Jefe fueron universales en la Gran Bretaña, y á la verdad con razón.

Resultados de la campaña.

La situación de las Potencias beligerantes era la sigruiente después de esta campaña. El Directorio, aun cuando hubiese tenido que abandonar la Italia, conservó el honor de sus armas, y se mantuvo en Suiza yen Holanda; además logró ver disuelta la coalición. El Emperador Pablo, habiéndose desengañado de que ni la Inglaterra ni el Austria estaban movidas como

él por miras desinteresadas ni por sentimientos caballerescos, resolvió ser en adelante menos generoso y magnánimo, y obrar por los mismos principios de política que regían á los demás Gabinetes. Para el Austria hubiera sido el colmo de su satisfacción volver á la posesión de los Estados de Italia y libertar á aquella Península del yugo tiránico de los republicanos, si la coalición se hubiese mantenido unida; mas por su rompimiento el Emperador de Alemania quedaba solo en el continente para hacer frente á los franceses, ansiosos todavía de nuevas conquistas y agresiones. La Inglaterra era la única de las tres Potencias que hubiese sacado mayores ventajas de la coalición. Sus escuadras estaban dominando todos los mares después de la victoria de Abukekir; y para que su poder marítimo fuese todavía más estable, la armada de los bátavos acababa de ponerse bajo su protección. A la verdad, la República francesa no estaba aún reducida al abatimiento que la Gran Bretaña deseaba; cuantiosas sumas habrían de salir aún de la Tesorería inglesa á las naciones extrañas para asalariar nuevos ejércitos que combatiesen contra su enemiga. Mas la preponderancia marítima quedando bien asegurada á la Inglaterra, era cierto que sacaría cantidades mucho más considerables de su comercio en todas las partes del mundo. Las únicas fuerzas navales que quedaban ya después de la rendición de la escuadra bátava, eran las escuadras del Rey de España y de la República francesa. Reunidas ambas, eran todavía respetables y hubieran podido probar fortuna, si bien la persuasión fundada que se tenía de la superioridad de los ingleses en los combates de mar, como lo probaban los últimos encuentros, y señaladamente el de Abukekir, imponía á los Comandantes españoles y

franceses la obligación de proceder con suma prudencia antes de concertarse sobre los planes de campaña que debían adoptar y seguir.

Detengamos aquí la relación de los sucesos de Europa, así políticos como militares, y volvamos la vista hacia el no menos desventurado que virtuoso Pontífice Pio VI, arrojado de su solio por el furor de los jacobinos franceses é italianos.

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Pío VI.

La declaración de guerra entre el Emperador de Alemania y la República francesa, vino á agravar la ya muy dura suerte del venerable Padre de los fieles. Viéndose en edad muy avanzada, y agobiado por dolencias continuas, hubo de someterse en todo á lo que dispusieron sus enemigos y á pasar de un destierro á otro, hasta que por fin plugo á la Providencia llamarle para sí y poner término á sus padeceres.

Sabedor Carlos IV del destronamiento de Pío VI y de las vejaciones que se siguieron á esta violencia odiosa de los republicanos, mandó que los tres Arzobispos enviados á Roma en el año anterior siguiesen á Su Santidad en su destierro y le consolasen en la desgracia. Ordenó también que se abriese un crédito ilimitado para socorrerle con las cantidades de que tuviese necesidad en sus forzosas peregrinaciones, obrando en esto con la tierna solicitud propia de un hijo afecto sinceramente al Padre de los fieles. Mas los Arzobispos de Sevilla y de Seleucia dejaron de residir cerca de Su Santidad, porque el Directorio de París, enemigo del Papa y receloso hasta de las atenciones que se tenían por su persona, no permitió que

los Cardenales y Prelados residiesen cerca de Pío VI. Los dos Arzobispos dichos regresaron, pues, á España al cabo de algún tiempo. El único que obtuvo permiso de permanecer cerca de Pío VI fué el Cardenal Lorenzana, Arzobispo de Toledo, no sin disgusto del Directorio francés, el cual, viendo á Azara nombrado Embajador del Rey en París, creyó que el Cardenal Lorenzana tenía encargo de sucederle cerca del Papa como representante del Rey Católico, y que éste era un acto positivo de reconocimiento de la soberanía temporal del Pontífice. Engañábase en ello el Directorio, porque la presencia del Cardenal español cerca del Papa era tan solamente testimonio de afecto y veneración del Rey á la dignidad pontificia y á la persona del desgraciado Pío VI.

Azara, antes de partir de Florencia para la Embajada de París, fué á visitar al Papa Pío VI, á quien había tratado con confianza é intimidad en circunstancias menos aciagas. ¡Cuán dolorosos no debieron de ser entonces los mutuos recuerdos del Pontífice y del Embajador sobre las ocurrencias pasadas! El Ministro español no había cesado de aconsejar en otro tiempo al Papa que obrase con prudencia y no diese oídos á las persuasiones de hombres ignorantes ó apasionados: único medio de conjurar la tempestad que se formaba contra los Estados pontificios. ¡Pío VI, á quien Azara miraba como amigo verdadero, se hallaba ahora destronado y preso! Azara se estuvo doliendo de tal desgracia por toda su vida. «Para salvar la Monarquía, decía algunos meses después al Ministro Urquijo, se há menester una prudencia más que ordinaria en las circunstancias en que está el mundo; tragar cosas que en otras ocasiones no fueran tragables, y, sobre todo, es necesario que los hombres olviden del

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todo sus personas, poniendo la vista tan solamente en los negocios; hase de disimular todo pique, y si es posible hasta las humillaciones, puesto que á quien salvase la patria ninguno le preguntaría, ni entre sus contemporáneos ni en la posteridad, de qué medios se había valido: su gloria sería siempre completa; mas si la perdía por mala conducta, ó por no haber sabido moderar sus pasiones ni hacer callar al amor propio, la mancilla sería eterna. Estas y otras máximas semejantes me he esforzado en persuadir à Pío VI por más de tres años, y no habiéndolas querido seguir, el suceso ha demostrado que ha perdido los Estados pontificios, sus súbditos, la Iglesia, y puede decirse el mundo todo.»

El desgraciado Pontífice hacía justicia á Azara, y confesaba que su suerte y la de sus Estados habría sido muy diversa si hubiera visto el porvenir con la misma sagaz penetración que el Ministro plenipotenciario del Rey de España. Mas ciñéndose ahora á la situación en que se hallaba, cautivo en el Convento de los Agustinos de Siena, enfermo y en edad ya muy avanzada, teníale muy cuidadoso el estado futuro de la Iglesia cuando por su fallecimiento hubiese que nombrarle un sucesor. Por tanto, trató con Azara de los medios que podrían adoptarse antes de que llegase ese caso. El más acertado, entre todos ellos, pareció firmar el Papa una Bula autorizando á los Cardenales á reunirse después de su muerte para que celebrasen el Cónclave en donde lo tuviesen por más conveniente. Firmada que fué la bula, Pío VI la entregó á Azara con encargo, no tan solamente de custodiarla, sino también de hacerla firmar por los Cardenales que se hallasen esparcidos por los lugares por donde hubiese de transitar, lo cual cumplió el Emba

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