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los ejércitos, le parecía fácil echar abajo al Directorio y reponer en el trono de Francia á un Príncipe de la casa de Borbón. Joubert se veía, pues, en la necesidad de pelear si había de libertar á dichas plazas. Para el feliz resultado de la batalla contaba con un ejército numeroso y bien ordenado, merced al General Moreau, que había trabajado con el mayor celo en reorganizarlo. ¿Con qué confianza no entraría, pues, Joubert en la pelea, y cuán lisonjeras esperanzas no halagarían su ánimo? Los aliados estaban tan lejos de pensar que tuviese la audacia de acometerlos, que los Generales Miladowitsch y Bagracion habían convidado á las damas italianas á un magnífico sarao: para traerlas y llevarlas habían empleado los caballos de la artillería y del tren, cuando de repente llegan avisos de que el ejército francés se acerca, y desde el sarao hay que pasar al campo de batalla. Los austro-rusos bajaron al llano, en donde la caballería podía maniobrar con mayor ventaja, apoyando su izquierda en el Scrivia. Sucedía esto en el día 24 de Agosto, á cuyo tiempo llegaba el General Kray con 15.000 hombres. Este refuerzo aumentó la fuerza total del ejército aliado hasta 60.000 hombres. Souwarow no dió más orden de batalla que ésta: «Kray y Bellegarde acometerán la izquierda; los rusos el centro, y Melas la derecha.» Añadió para sus propios soldados estas palabras: «Dios lo dispone; el Emperador lo ordena, y Souwarow lo manda: mañana ha de ser vencido el enemigo.»

No entraremos en pormenores sobre esta batalla, en la cual 40.000 hombres pelearon con heróico denuedo contra 60.000, y al principio con alguna ventaja. Kray, para atacar el ala izquierda, atravesó los barrancos que la defendían y subió á las alturas co

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ronadas por los franceses; una carga de éstos les hizo retroceder: en ella murió Joubert. Los ataques dados al centro y otras dos tentativas hechas contra las dos alas, tampoco tuvieron buen éxito; pero Melas desalojó á las tropas francesas situadas en Miravalle, cargó sobre el ala derecha de su ejército, la cercó y envolvió, y los franceses, viendo su retaguardia en tal estado, se retiraron guiados por Moreau. La pérdida de los vencidos en muertos y heridos fué ponderada en demasía, como sucede siempre.

Escribiendo Souwarow después de este encuentro al Conde de Rostopchin (el mismo que incendió á Moscow en 1812), decía: «Es regular que mi primera carta sea ya de Francia.» Sin embargo, antes de que esta misiva llegase á manos de Rostopchin, todo había variado en Italia. Austria y la Inglaterra no estaban acordes en sus miras con los fines nobles y desinteresados del Emperador Pablo, ni con los designios militares de su General, pues aunque aquellas Potencias deseaban ver terminado el desorden en Francia, por una parte querían ante todas cosas no aventurar el éxito, hasta allí ventajoso, de la campaña, por movimientos rápidos y atrevidos, y, por otra, no perdían tampoco de vista sus intereses particulares. Así, pues, cuando Souwarow, con un ejército ya reunido delante de Alejandría el 12 de Septiembre, esperaba que le llegase la orden de marchar sobre Francia, supo con sorpresa que su destino era la Suiza (1). Allí le seguirem os después; es necesario referir antes lo que pasó en el Mediodía de la Italia.

El ejército francés que se hallaba en Nápoles se vió

(4) Memoires tireés des papiers d'un homme d'état, tomo I, páginas 269 y siguientes.

muy comprometido por las ventajas conseguidas por los rusos en la Italia septentrional contra los republicanos, y le fué preciso retirarse.

Retirada de Nápoles del ejército francés.-Sucesos de Nápoles.

Con la retirada de Macdonall, que le mandaba, quedaron en gran peligro así el corto número de tropas francesas que dejó para guarnecer los castillos de esta ciudad, como para proteger á los napolitanos, creadores ó sostenedores de la República Parthenopea. Habría sido más cuerdo quizá llevarse á todos los soldados, pues era claro que no eran bastantes para hacer frente por una parte al pueblo, fiel siempre à su Rey y deseoso de restablecer la autoridad Real, y por otra á los desembarcos con que amenazaban los navíos ingleses, turcos y rusos. Tal precaución hubiera sido acertada como medida militar, y más todavía como determinación política, porque el crecido número de personas comprometidas, ya por haber intervenido en el nuevo Gobierno, ó ya por su afecto á los franceses, se hubiera ido en pos de Macdonall, y por este medio se habrían evitado las lamentables venganzas y atrocidades que sobrevinieron. En vista de las grandes fuerzas que los aliados tenían en Italia, no era de creer que el ejército francés diese tan pronto la vuelta á Nápoles. Sobre todo desde que Scherer abrió las hostilidades contra los austriacos con tan adversa fortuna, era ya visto que los republicanos no podrían mantenerse ni en Nápoles ni en Roma. El General Macdonall no se había aún puesto en marcha para unirse con los cuerpos franceses que habían de apoyarle, cuando ya la Calabria se alzó por el Rey legíti

y

mo. El Cardenal Ruffo, nacido en Nápoles y apreciado así por su noble alcurnia como por su alta dignidad, había tenido á su cargo en Roma la Tesorería general (Ministerio de Hacienda). Retirado después á Nápoles, siguió al Rey Fernando IV á Palermo; y como el Gabinete tuviese necesidad de una persona entendida y prudente que dirigiese con tino el levantamiento de las Calabrias, Acton, que era el Ministro todopoderoso, le propuso al Rey para tan importante objeto. Otros pretenden que el Ministro quiso alejar al Cardenal de la Corte, en donde la presencia del purpurado podía perjudicar á su crédito. El Cardenal partió de Sicilia á principios del mes de Marzo de 1799 desembarcó en las costas de Calabria, en Bagnaza, uno de los Estados de su familia. Los calabreses se hallaban en tal estado de fermentación, que las tropas francesas no habían podido nunca establecerse en aquel territorio. La llegada del Cardenal fué la señal del levantamiento general del pueblo contra ellos. Activo é inteligente supo avivar el entusiasmo de los habitantes, y en breve tiempo tuvo ya reunidos 25.000 hombres, armados y sostenidos por los ingleses y rusos que cruzaban delante de las costas de la Calabria. Por desgracia no fué posible disciplinar aquellas tropas colecticias, á pesar de haber hecho los mayores esfuerzos para lograrlo, porque á los calabreses se habían agregado malhechores salidos de las cárceles y galeras, y esta muchedumbre, que crecía por instantes, se mostraba sedienta de sangre y deseosa de entregarse á todo género de excesos. A la cabeza de tan desordenada turba, el Cardenal llegó á las puertas de Nápoles, después de haber vencido la débil resistencia que le opusieron los republicanos en Catanzaro, Cosenza, Rosano y, sobre todo, en Altamura, que fué

entrada por fuerza y experimentó todos los desastres consiguientes al vencimiento. El Cardenal era moderado por carácter y también por reflexión. Para preservar, pues, á los comprometidos por el Gobierno republicano de los castigos y atropellamientos que les amenazaban, firmó como Vicario general del reino un salvoconducto que les autorizaba á salir del territorio napolitano. Para mayor seguridad de los que intentaban sustraerse á la furia del pueblo, el Convenio estaba firmado también por uno de los Capitanes de la armada inglesa, llamado Foot. Pero el Almirante Nelson, so pretexto de que el Cardenal no podía tener la facultad de impedir el cumplimiento de las leyes, envió embarcaciones en seguimiento de los fugitivos y entregó á los verdugos á un gran número de personas; acto que empaña el lustre de las acciones gloriosas de este célebre marino, puesto que, como extranjero, hubiera debido no tomar parte en las revueltas de los napolitanos, sino para templar el frenesí que acompaña á las disensiones civiles, y en ninguna manera para aumentarle. Ligábanle, es verdad, íntimas relaciones con el Gabinete de Nápoles, al cual quiso dar pruebas de la sinceridad de su celo; pero esto no justifica su proceder ni disipa la odiosidad de sus crueldades. Fueron muchos los que perecieron en el suplicio. Entre otras personas de rango, se cuentan el Obispo de Carpi, el Almirante Caracciolo, el Conde Reario, el banquero Batistesa y otros, que fueron condenados á muerte y ajusticiados. Está por demás decir que las víctimas del furor del populacho fueron todavía más numerosas. La muchedumbre, teniendo á los suplicios que pasaban delante de su vista por otras tantas aprobaciones solemnes de su conducta y por pruebas auténticas de la buena causa que

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