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dos en Italia, ni sus oficios han de tener valor alguno para que la paz con Portugal se ratifique? Es tiempo, pues, de no dejar dormidas las ideas; y ya que felizmente vamos de acuerdo en el ataque á los ingleses, no separemos los puntos en que puede ejercitarse la humanidad. El Rey me manda decir esto á V. E. para que pida una respuesta categórica al Directorio, tal cual lo exigen sus relaciones con la España, su amiga y aliada; y desearía que sin embarazarse de otras cosas, ni interrumpir las unas con las otras, dijese el Gobierno francés qué piensa de Roma: si ha de que, dar el Papa con dominio temporal; qué extensión se ha de dar á los Estados del señor Infante-Duque de Parma; cuáles al Rey de Nápoles; cómo ha de quedar la República cisalpina; cómo la de Génova; si ha de haber en Italia más Gobiernos que los de Nápoles, Cerdeña, Parma, Florencia, Santa Sede, Cisalpino y Ligúrico. Estas cosas, que se responden prontamente cuando hay confianza, no deben empachar al Directorio para satisfacerlas, y antes bien conviene no ignorarlas para formar desde luego los planes que interesan á cada Soberano.

»Obtenga V. E. una satisfacción cual le encargo, y en su vista le daré las instrucciones que convengan al mejor servicio del Rey.

>Dios guarde á V. E. muchos años. Aranjuez 15 de Enero de 1798.-El Príncipe de la Paz.»

Está por demás decir que el contenido de esta carta no pudo ser grato al Directorio, pues este Gobierno, del mismo modo que todos los que se habían sucedido en Francia después de la paz de Basilea, tenían á Carlos IV por aliado de la República, á condición que hubiese de obedecer ciegamente á las órdenes que le fuesen expedidas desde París. El lenguaje independiente

de la carta del Ministro español, de que el Embajador dió cuenta al Directorio, indicaba á éste pensamientos hostiles. Viva fué la acrimonia con que habló el ciudadano Perrochel, agente francés en Madrid. Las notas que entregó al Príncipe de la Paz estaban escritas con arrogancia y avilantez. «A vista del tratamiento de los franceses en España, se pregunta uno á sí mismo si Francia y España están todavía en guerra. Príncipe, es preciso que cese tal escándalo.» Con todo, la displicencia recíproca de ambos Gobiernos no dejaba ver aún voluntad resuelta de venir á un rompimiento.

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Había también otro motivo de disgusto entre el Directorio y el Príncipe de la Paz, es á saber, la protección constante que el Rey de España dispensaba á Su Majestad Fidelísima. El Soberano de Portugal, aunque aliado fiel del Rey de la Gran Bretaña, no tenía por qué temer ya las amenazas de la República francesa mientras que no le faltase la amistad del Rey Carlos IV. El Directorio sabía que el Príncipe de la Paz había hecho retroceder desde Madrid á Lisboa al correo portador de la resolución de la Reina de Portugal de no ratificar el Tratado con Francia, en lo cual el Ministro español había manifestado su intención de impedir la guerra entre el pueblo francés y el aliado de la Inglaterra, acto que, al parecer, dejaba ver connivencia con los enemigos de la República. En una palabra, el Directorio atribuía al Príncipe de la Paz intención formal de romper la alianza y de unirse con la Gran Bretaña.

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Nombramiento del Conde de Cabarrús á la Embajada de París.

Para prevenir los malos efectos del desvío que el Príncipe de la Paz creía notar en el Directorio, retiró al Marqués del Campo de la Embajada de París, y nombró por sucesor en ella al Conde de Cabarrús, hombre activo, despierto y celoso por el cumplimiento de los deseos del Ministro. Ninguno parecía tan á propósito como Cabarrús para entenderse con el Gobierno francés. Era nacido en Francia. A esta circunstancia, que á primera vista pareció favorable, se juntaba el influjo que la belleza de su hija Doña Teresa Cabarrús le daba entonces con el director Barrás, con el cual tenía estrecha amistad (1).

(1) La singular bermosura de esta mujer y su natural viveza la habian dado importancia mientras que duró la revolución.

Doña Teresa Cabarrús nació en el reino de Valencia. Siendo todavía muy joven, se casó con M. de Sentenay, Consejero (Juez) del Parlamento de Burdeos, del cual se divorció á principios de la revolución. Poco tiempo después Tallien fué nombrado Comisario de la Convención en Burdeos y ejerció allí este cargo en los días infaustos del terror. Estaba ya prendado entonces el tribuno sanguinario de la juventud, belleza y lozanía de la Doña Teresa. Envanecida ésta de los homenajes que Tallien prestaba á su hermosura, le acompañaba por todas partes con aire de triunfo y ostentación. «¡Tiempo de furor y de demencia! exclama un autor contemporáneo. Junto á los muertos, mejor diré, sobre sus cadáveres, rodaba el carro de Tallien acompañado de la Cabarrús, con un correo delante y otro detrás. La Doña Teresa llevaba puesto el gorro encarnado en la cabeza. Algunas veces iban en coche abierto, y la hermosa española, vestida en traje de diosa, tenía empuñada una lanza con una mano y ponía la otra en el hombro del representante Tallien.» La han acusado algunos de haber hecho tráfico de la vida y libertad de los desgraciados habitantes de la ciudad ó del departamento. No nos consta que esta acusación sea fundada: lo que sabemos sí muy ciertamente es que su protección salvó á un gran número de personas en aquella lamentable época.

La capacidad reconocida, pues, del Conde de Cabarrús y el influjo de su hija Mme. Tallien, daban fundadas esperanzas del buen éxito de la negociación. Aunque Cabarrús estuviese establecido en España desde

Tallien se casó con la Doña Teresa y partió para Paris en su compañía, cuando cesó en su encargo abominable de Procónsul. Por sospechas nacidas de las antiguas conexiones de esta hermosa mujer, ó quizá por descuidos é imprudencias suyas, ó, en fin, por el sistema reinante de proscripción universal, fué arrestada en París y conducida á la prisión de Fontenay aux Roses, á tres leguas de aquella capital, desde donde fue trasladada á París á la prisión de la Force. Pocos días antes de la caída del tirano Robespierre estaba destinada al patibulo, y el verdugo fué à cortarla el pelo, como era de costumbre, para obviar dilaciones, llegado que fuese el caso de partir para el suplicio. Se pretende que esta circunstancia contribuyó á derribar á Robespierre. El hecho se cuenta de este modo: en un pedacito de papel que la Doña Teresa pudo arrojar desde la ventana de la prisión á una persona apostada en la calle, decía á Tallien estas palabras: «Mi muerte se acerca, porque te falta valor para echar abajo al tirano (*).» Tallien vió que era preciso dar el golpe, y dos días después Tallien acusó á Robespierre ante la Convención, vibrando el puñal desde la tribuna. Hemos oído esta anécdota de boca de la misma Mme. Tallien; pero tenc nos por cierto que hubo otras causas más poderosas que apresuraron la muerte de aquel déspota sanguinario, como dejamos dicho.

Como quiera que sea, el triunfo de Tallien alcanzó á su mujer, célebre ya por su hermosura. En tiempo del Directorio fué una de las personas de su sexo que más se señalaron por sus relaciones con Barrás y con otros personajes que tenían influjo en el Gobierno. Tavo amistad intima con Mme. de Beauharnais, después Emperatriz de los franceses. En virtud de las leyes que regían entonces, se verificó el divorcio de la Doña Teresa con Tallien; y habiéndose prendado de su belleza Mon sieur de Caramar, Príncipe de Chimay, contrajo enlace matrimonial

(*) La carta á Tallien decía así:

De la Force el 7 thermidor, á Tallien.-El encargado de la policía sale de aquí en este instante: ha venido á decirme que mañana me presentaré ante el Tribunal, es decir, que iré al suplicio. Mal se aviene esto con el sueño que he tenido la noche pasada, de que Robespierre no existía ya y que las cárceles estaban abiertas..... Pero gracias á tu insigne cobardía no habrá dentro de poco en Francia nadie que sea capaz de realizarle.. Tallien respondió así en el mismo día:

· Prudencia. A mí no me faltará resolución; sosiega esa cabeza.»

Tres días después Robespierre había ya dejado de horrorizar al mundo con su presencia.

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largos años, la circunstancia de haber nacido francés (en Bayona) bastó al Directorio para no admitirle por Embajador del Rey de España. En esto había cierta inconsecuencia por parte del Gobierno francés, pues habiendo sido el Conde de Cabarrús nombrado en el año anterior Embajador y Ministro plenipotenciario de S. M. Católica en unión con el Marqués del Campo, Embajador en París, para asistir al proyectado Congreso de Berna, en el cual se debía tratar de la paz con el Emperador de Alemania, y habiendo sido elegido también después para las conferencias de Sila, relativas al ajuste entre Francia é Inglaterra y sus aliados respectivos, no hubo tropiezo ninguno para que el Directorio le reconociese como tal Embajador para ambas negociaciones, ni le obstó para ello la circunstancia de haber nacido en Francia.

con ella. Se dice que, aplacada ya la tormenta revolucionaria, tuvo reunidos à su mesa en París á sus tres maridos: M. de Sentenay, Tallien y Príncipe de Chimay; hecho extraordinario que, si fuera verdadero, caracterizaría las singulares leyes y costumbres de aquella época. Muchas personas tienen por falsa la reunión de los tres maridos en el convite.

El Príncipe de la Paz se valía del influjo que tuvo la Doña Teresa sucesivamente con Tallien, con Barrás y con otros personajes de la revolución para los asuntos de gobierno. En los últimos años de su privanza, cuando el horizonte estaba ya muy obscuro y los ánimos sobrecogidos en Madrid, salió á su Corte en una ocasión y dijo con aire de confianza que pudiese tranquilizar á los concurrentes: «Las cosas van bien en París. Aquí tengo carta de la Teresa.» Hecho que hace ver lo mal instruído que le tenían sus agentes sobre el estado é intenciones del Gobierno de Francia, pues la belleza de la Teresa no era ya la misma, ni la antigua Mme. Tallien gozaba de crédito ni influjo. Por su valimiento no se podia, por cierto, llegar á conocer los secretos de Napoleón.

Dospués de la restauración de los Príncipes de la familia de Borbón, la Doña Teresa permaneció en París, precisada à vivir en el retiro. La Corte no consintió su presentación en ella por la viva repugnancia que mostró hacia ella la Duquesa de Angulema, á causa de la conducta demasiado libre que había tenido la Teresa en materia de costumbres.

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