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rojo, decía al Principe de la Paz en 31 de Marzo de 1797, sin esperanza alguna de fruto ni de ventaja para Su Santidad. Si V. E. pudiese ver los objetos desde ahí como se ven desde aquí, juzgaría del mismo modo que yo; y en esta parte me lisonjeo que así el Rey como V. E. me harán la justicia de creer que, aunque venero la persona del Santo Padre y su alta dignidad como el que más, y desearía eficacísimamente emplearme en obsequio suyo, no puedo menos de rendirme al convencimiento que presenta el verdadero estado de las cosas.>>

El Gobierno francés pide á Carlos IV que reciba á Pío VI en sus dominios. El Rey consiente en ello, no sin repugnancia.

Los franceses, que sabían el interés de la Corte de España por el desgraciado Pontífice, y que, por otra parte, no querían ni que se mantuviese en Italia, en donde su presencia pudiera ocasionar turbulencias, ni que se estableciese tampoco en ninguno de los Estados del Emperador (1), instaron vivamente al Rey para que le admitiese en sus dominios. Mas la veneración y afecto del Rey por la Cabeza de la Iglesia, y su deseo de ser útil á Pío VI en tan no merecidas desventuras, no le impedían ver los inconvenientes que traería el admitirle en España. En cualquiera otra ocasión habría tenido á honra hospedar al Papa y tratarle con la debida veneración; en ésta hubiera comprometido visiblemente la paz de su reino. Eran ya

(1) Algún tiempo después el Gran Duque de Toscana dió pasos con la Corte de Viena para que Pio VI se fijase en el Convento de Moelk, cerca del Danubio; pero lo ocurrido con el General Bernardotte desba rató este plan.

frecuentes en los púlpitos los clamores contra la irreligión de los franceses por los atropellamientos cometidos en Roma, y fué menester un desvelo extraordinario del Gobierno para contener los efectos que estas declamaciones hacían en el pueblo. Esto sucedía hallándose Pío VI lejos de España; ¿qué habría sucedido si el pueblo español hubiese tenido delante de sus ojos á este Pontífice destronado y perseguido? Las personas ilustres, cuando son desgraciadas, inspiran interés proporcionado á su dignidad y padecimientos: ¿qué elevación podía haber mayor ni que interesase más á los españoles que la de la Cabeza de la Iglesia católica? Situado el Papa en España, hubieran corrido los pueblos á prosternarse ante él; y mirando á los franceses como autores de la suerte que experimentaba, se habría quizá propasado á desórdenes difíciles de prevenir ó de remediar. Al Gobierno mismo del Rey se le hubiera tenido por cómplice de los designios de sus aliados los franceses.

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Por estas consideraciones, el Rey declaró al Directorio su deseo de que el Papa no viniese á España y de que se le enviase á Cerdeña, Malta, Nápoles ó cualquier otro paraje que escogiese la Francia. En todos. los que se acaban de indicar hubo inconvenientes. Portugal, que también fué propuesto por el Rey para hospedar al Papa, no convino al Directorio por la influencia que conservaban los ingleses en este país, ni por la incertidumbre que reinaba en las relaciones. entre la Corte de Lisboa y el Directorio. Hallóse el Rey vivamente estrechado por la República para que recibiese al Papa. «Veo á estas gentes tan resueltas, decía el Embajador de S. M. en París, que en el caso de que no aceptemos el partido que proponen, piensan coger al Papa por fuerza y ponerlo en alguna mala

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No era de esperar que el Directorio aceptase estas: condiciones. Su sistema favorito consistía en destronar á los Reyes, dejando á cargo de la Providencia el cuidado de mantenerlos después del destronamiento. En cuanto á la compañía que hubiese de llevar Pío VI á Mallorca, el Directorio entendía que le acompañasen los Cardenales, y que debería celebrarse en España el Conclave para la elección del sucesor del Papa, si Pío VI viniese á fallecer. Por tanto, viendo el Rey que sus condiciones no eran admitidas, obedeciendo á su triste suerte de ceder siempre á la voluntad de los revolucionarios sus aliados, se prestó á que Pio VI viniese á España y se encargó de los gastos que ocasionase su presencia; pero en cambio de tantos sacrificios y cuidados por complacer al Directorio, pidió que la República ratificase la paz de Portugal y que indemnizase al Infante-Duque de Parma. La quebrantada salud del Papa y otros sucesos de que hablaremos más adelante, libertaron á España de este compromiso, el cual era de tal gravedad, que habría podido turbar la paz del reino.

El destronamiento del Papa como Soberano temporal, no sorprendió ni alteró al Gabinete de Madrid. Así como el Gobierno del Rey se manifestó deseoso de

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tributar sus rendidos homenajes á la dignidad pontificia, así también se conformó prontamente con el despojo de los Estados de la Iglesia. Como el engrandecimiento del Ducado de Parma fuese un punto que Carlos IV y la Reina María Luisa no perdían de vista, hallaban en la nueva forma de gobierno dada á los Estados del Papa motivos de esperanza de futuros arreglos, en que tuviese cabimiento alguna compensación para el Infante-Duque. «Así como nos es del mayor interés el brillo de la Religión y de su Cabeza el Papa, como Príncipe espiritual, decía el Ministro Saavedra á Azara, así también su calidad de temporal debe causar poca inquietud que quede sin Estado alguno. Lo que importa es asegurar la suerte del señor Infante-Duque de Parma, engrandeciéndole si es posible: tales son los fines del Rey con respecto á Italia. >>

Separación del Príncipe de la Paz de la primera Secretaría de Estado.

Por aquel tiempo quedó el Príncipe de la Paz separado de la dirección de los negocios públicos, suceso no menos grave que inesperado. ¿De qué causa pudo provenir tal variación? La voluntad de la Reina, ¿se había mudado por ventura, ó á pesar de su querer se hallaba precisada á hacer el sacrificio de su voluntad, cediendo al imperio de otras causas irresistibles?

Tranquilo vivía el Príncipe de la Paz en la encumbrada altura de su privanza, sin que le intimidasen los tiros que le asestaban sus enemigos. En vano trabajaban éstos por hacerle perder el favor del Rey. Así los ofendidos ó escandalizados de su valimiento, como los

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contrarios á su sistema político de alianza con la República francesa, procurahan hacer llegar á los oídos del Soberano sugestiones encaminadas á disminuir ó desvanecer del todo la confianza que tenía puesta en su Valido; pero no conseguían fruto alguno de sus esfuerzos. Velaba en defensa de éste la Reina, á quien el incauto Monarca descubría al punto, no solamente los avisos que le venían, sino también los nombres de las personas que se los daban, con lo cual le era fácil prevenir ó frustrar el efecto de las asechanzas. El amor no era ya móvil que determinase á la Reina María Luisa á mantener á la cabeza del Gobierno á su protegido. Dejamos dicho en otro lugar que el proceder, tanto de la Reina como de su amante, no era desde largo tiempo conciliable con la delicadeza de este sentimiento, imperioso. de suyo, que aspira siempre á la dominación exclusiva. Por entonces era voz pública que galanteaba á la Reina un guardia de Corps llamado Mallo, natural de Caracas, joven de agradable semblante. Pero aunque logró algunas distinciones y entró á ser Mayordomo de semana, nunca llegó á tomar parte en los negocios públicos, ni perjudicó en nada al ascendiente y poderío de D. Manuel Godoy. Se cuenta que lejos de asustarse éste con la presencia del favorito rival, que seguía al parecer sus huellas, le miraba con indiferencia. Estando asomados á uno de los balcones del Palacio de San Ildefonso un día el Rey, la Reina y el Príncipe de la Paz, atravesó Mallo la Plaza en una vistosa berlina tirada de caballos ricamente enjaezados.-¿Quién va dentro de aquel coche tan brillante? dijo el Rey.-Es Mallo, respondió el Príncipe de la Paz.-¿Y de dónde le ha venido de repente tanta ostentación? volvió el Rey á preguntar. -Parece, señor, replicó el Príncipe de la Paz, que cor

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