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thier tenía voz de tiple, que parecía de mujer (1). >Más serias que las ocurrencias del Capitolio eran las que pasaban en el Vaticano en aquel momento. Un General se presentó á intimar al Papa, que el pueblo había vuelto á entrar en el goce de sus derechos de soberanía y se había constituído en República. Acompañaba ó seguía de cerca al General el famoso Haller, encargado de la administración de las contribuciones de Italia, hombre prodigioso en verdad, de cabeza la más fértil en recursos que se pueda imaginar para buscar dinero, y de corazón de piedra, cerrado á todo sentimiento de humanidad. Acompañado éste de un séquito numeroso de Comisarios, entró en el castillo. y puso embargo, en nombre de la República francesa, en el vasto palacio del Vaticano, haciendo salir de las habitaciones á las personas que allí vivían. No contento con eso, guardó para sí la honrosa prerrogativa de maltratar personalmente al Papa, puesto que entró en su cuarto é hizo delante de Su Santidad el inventario y secuestro hasta de los muebles de menos valor. Le quitó el breviario y la caja del tabaco, que no valía un sequín, lo mismo que una cesta con bizcochos. Así en un abrir y cerrar de ojos quedó despojado de cuanto tenía: no le quedaban sino los hábitos que te

(1) El orador, en la jerigonza pedantesca de aquel tiempo, decía: << Manes de los Catones, Pompeyos, Brutos, Hortensios, recibid el homenaje de los franceses libres en el Capitolio, en que defendísteis tantas veces los derechos del pueblo. Nosotros, que somos descendientes de los antiguos galos, venimos con el ramo de oliva en la mano á este lugar augusto á restablecer en él las aras de la libertad, fundadas por el primero de los Brutos. Y tú, pueblo romano, que acabas de recobrar tus derechos legítimos, no olvides la sangre que corre en tus venas; considera los monumentos gloriosos que tienes delante de la vista; vuelve á tu grandeza antigua y al esplendor que tuvieron tus mayores.» ¡Qué desventura la del pueblo romano y la de otros haber caído bajo el dominio de tan absurdos comediantes!

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>>No bien supe tal proceder con el Santo Padre, cuando envié al Vaticano á mi Secretario Mendizábal, con orden de que viese al Papa y le ofreciese todo cuanto le fuese necesario. Los franceses no se opusieron á la ejecución del encargo que Mendizábal llevaba, y, en cuanto á los romanos, no tenían entonces el ascendiente que lograron después.

»La guardia y las tropas del Papa fueron reformadas. Los Generales franceses se alojaron en las principales casas de la ciudad; á su ejemplo los soldados se hospedaron en las demás por billetes de alojamiento que daba el Gobierno de la nueva República romana, poniendo en ello rigor, como si la ciudad hubiese sido tomada por asalto, ó como si los habitantes hubiesen cometido ó intentado cometer hostilidades contra el ejército. Los palacios de los Nobles, Cardenales y Prelados fueron los más maltratados, como era de supones. En una palabra, Roma, que pretendía tener un Gobierno hijo del de la República francesa, era tratada como pueblo conquistado.

>Por orden de Haller, la plata de todas las iglesias fué confiscada: un enjambre de Comisarios tomó á su cargo desmantelarlas, llevando el martillo en una mano y el saco en la otra, para llevarse hasta los clavos, sin dejar para el servicio del culto en cada parroquia más que un cáliz para decir misa, y por supuesto que era el que valía menos. Las iglesias de las Legaciones de los amigos y aliados de la República francesa, no pudieron libertarse del mismo pillaje. Por mi parte reclamé contra tal violencia y tuve altercamuy fuertes con Haller, que me daba la razón y no devolvía los efectos que se había llevado: al fin me

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ofreció una suma muy tenue, que no llegaba á la vigésima parte de su valor, como indemnización. Yo tuve por más conveniente hacer, en nombre del Rey mi amo, cesión de toda la plata de las iglesias de Santiago y Montserrat.

>> Tras esto vinieron pesadísimas contribuciones, impuestas arbitrariamente, y toda suerte de violencias y atropellamientos. Berthier quitó también á los Embajadores el privilegio de tener guardia y todas las demás inmunidades y prerrogativas personales ó de casas y familias. Yo le hice presente que era contrario al derecho de gentes; y aunque le hiciesen fuerza mis razones y prometiese dar orden de respetar los derechos de mi Embajada, no lo hizo.>>

Azara refiere la inhumanidad con que fueron tratados los institutos religiosos de hombres y mujeres, y muchas otras vejaciones, por desgracia demasiado comunes en todos los países adonde llegó la dominación francesa; y viniendo á los atropellamientos contra el Papa, prosigue así:

<< Las instrucciones enviadas de París prescribían que se alejase al Papa de Roma, como también á los Cardenales y Prelados y á todos los que componían la Corte papal. El Gobierno de los republicanos romanos no se contentaba con eso, pues juzgaba indispensable echar al Papa de Italia, suponiendo que no podía haber seguridad de mantener el sosiego público y que sería siempre de temer algún levantamiento de un momento á otro, mientras que el Papa permaneciese en la Península.

>>Los Cónsules me propusieron, pues, que el Papa fuese recibido en España. Respondí que no tenía instrucción ninguna de mi Gobierno acerca del particular, y que, por tanto, no podía dar respuesta á una

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proposición tan imprevista. Entonces pensaron enviarle á Portugal en un buque y desembarcarle en un puerto de este reino, dejando que Su Santidad y los portugueses se compusiesen como pudiesen. Pero hubo también dificultades sobre la ejecución de este pensamiento, y se tomó el partido de enviar al Papa á Toscana y de aguardar las órdenes del Directorio.

»Una noche se obligó, pues, á este anciano venerable á entrar en una carroza, sin más acompañamiento que su Maestro di camara (Camarero), su Médico y algunos criados. Salió de su Palacio en medio de densas tinieblas, escoltado por dragones por miedo de un tumulto popular, y se puso en camino para la Toscana. Al coche del Papa seguían los de un Comisario francés y de los Oficiales que mandaban la escolta. Se hubiera dicho que era la comitiva, no del Papa, sino de un reo de lesa majestad que llevaban al Tribunal ó al suplicio.

>Al llegar á Siena se preguntó al Papa en dónde quería hospedarse. Su Santidad eligió el Convento de agustinos calzados, que está á un extremo de la ciudad. Allí le depositaron con efecto, sin dar ninguna disposición para su subsistencia ni la de su familia. El Comisario francés siguió hasta Florencia, para advertir al Gran Duque que el Papa había llegado á sus Estados y que el Gobierno francés quería que Su Santidad quedase en riguroso incógnito, sin admitir ni ver á nadie. Las circunstancias en que se veía el Gran Duque le obligaban á obedecer, sin quejarse ni dejar traslucir resentimiento por este insulto. Se sometió, pues, á la voluntad de los franceses y mandó que nadie fuese á ver al Papa; pero no pudiendo desentenderse de cumplir con lo que se debía á sí mismo, y también á un Soberano vecino, Cabeza de la Iglesia y

desgraciado, le envió como Embajador al Marqués de Manfredini, su Mayordomo Mayor, para consolarle y poner á su disposición coches, muebles y todo cuanto Su Santidad pudiese necesitar. Su Santidad, aunque muy reconocido á los ofrecimientos del Gran Duque, no los aceptó, sin embargo de que con los 15.000 francos que Haller le hizo entregar á su partida de Roma, el Comisario había pagado el gasto del viaje, las postas y hasta la comida del Comisario mismo y de la escolta (1).»

El Rey Carlos IV supo con vivo sentimiento las ocurrencias de Roma y los atropellamientos cometidos contra el Papa Pío VI, cuyo sagrado carácter, ancianidad y virtudes le hacían tan recomendable á la veneración de todos los pueblos, y encargó á su Embajador en París que sin pérdida de tiempo diese los pasos más enérgicos y eficaces para obtener, no solamente la libertad y seguridad de la persona del Papa, sino también los auxilios necesarios para que pudiese conservar el lustre de su dignidad, como lo exigía el bien de la Iglesia. Yo no sé si al hacer este encargo al Embajador tendría el Rey esperanzas de que el Directorio accediese á sus súplicas; mas si se lisonjeó de mover à sus aliados los directores, trayéndoles á sentimientos de moderación y justicia, los despachos del Marqués del Campo le desvanecerian muy pronto sus ilusiones. La enemiga de los directores contra el Papa era tan viva, que ni siquiera se atrevió el Embajador à comunicarles las súplicas del Rey por no agitar los ánimos más de lo que ya estaban, y, sobre todo, porque tema certeza de que toda gestión en favor de Pio VI seria inútil. «Podriamos exponernos á un son

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