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»Por el pronto yo me negué al deseo de Berthier de que llevase estas condiciones á Roma; pero al fin consentí en acompañar á los Generales Cervoni y César Berthier, hermano del General en Jefe, que llevaban á la firma del Papa el Tratado de capitulación, pues no estaba en su arbitrio mudar ni una línea. A las once de la noche llegamos al Vaticano, y el Papa, viendo que era inútil proponer otra cosa, dió orden al Cardenal, Secretario de Estado, para que firmase á su nombre. Los Generales se volvieron al campamento. Por mi consejo, el Cardenal Doria hizo imprimir en la noche el Tratado, precedido de una declaración en que se decía que el Gobierno no había podido sacar otro mejor partido en la situación en que entonces se hallaba la capital. A la mañana siguiente fué comunicado al Sacro Colegio, à la Prelatura y á los Dicasterios de Roma, acompañando una nota explicativa del estado de las cosas y de lo que había que temer y espe-rar. Los romanos recibieron la noticia de este Tratado con el único sentimiento propio del caso, es decir, con resignación. Los franceses se burlaron después de semejante documento. Berthier se adelantó y puso su Cuartel general en la villa del Príncipe Poniatouski, cerca de Ponte Nuovo, con el fin de estar más cerca para entenderse con los descontentos de la ciudad y derribar al Gobierno romano, «pues aunque la intención de la República francesa no fuese, decía, propagar las revoluciones, todo país que sacudiese el yugo de la tiranía era por el mismo hecho aliado de la Francia, cuya constitución política le imponía la obligación de socorrerle.» Llegó por fin el día funesto en que por un alzamiento revolucionario el más insensato, la ciudad más hermosa del mundo, el punto de reunión de todos los extranjeros, el pueblo no menos

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>La Francia acababa de salir del horroroso tiempo llamado del terror, y se veía gobernada por un Directorio compuesto de cinco Magistrados, á quienes la Constitución encargaba la ejecución de las leyes. El equilibrio de los poderes determinado por esta nueva Constitución, era imaginario. El pensamiento de dos Consejos, de los Ancianos y de los Quinientos, con un Directorio ejecutivo, parecía á la verdad plausible, pues por fin se abandonaba aquella idea funesta de Asamblea única sin garantías por parte de sus miembros, arena abierta á los partidos en un tiempo de exaltación y fanatismo. Pero volviendo al principio saludable de la división de poderes, no se sentaban bases que pudiesen darles estabilidad y duración. Así, este ensayo de Gobierno, aunque preferible al parecer á los que le precedieron, no pudo sostenerse. Volvieron á empezar las escenas sangrientas y tumultuosas. El 18 fructidor puso de manifiesto la existencia de los partidos y el furor que los animaba. El Directorio, aun teniendo la prerrogativa del nombramiento de todos los empleos, de hacer la guerra y la paz, de disponer de la fuerza armada, no pudo, con todo, lograr ser respetado ni querido.

>Por otra parte, había poquísima homogeneidad entre los miembros de que el Directorio se componía, y no estaban acordes entre ellos. La Francia se podia comparar entonces á Atenas, después que Lisandro entregó la ciudad á la crueldad y capricho de los 30 tiranos, con la diferencia que no se descubría aún en Francia el Trasybulo que debía salvarla.

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TOMO XXXII

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Directores, la defensa y conservación de su poder común en el interior y el amor de la dominación y del pillaje fuera de la República, les reunía. Habiéndose dividido entre ellos los diferentes ramos de la administración, cada cual gobernaba el suyo con absoluta independencia; censuraban los unos las providencias de los otros, pero las firmaban para que sus compañeros hiciesen lo mismo con las suyas. Barrás accedía á cuanto los otros directores querían, con tal que diesen las proveedurías de los ejércitos á sus paniaguados, con los cuales partía las ganancias. El Gobierno del Directorio se pudiera llamar el reinado de los proveedores: todos á porfía despojaban los arsenales y daban asalto á las arcas públicas para tener después un lujo desmedido y vivir en pública disolución. Revet, hombre tosco, sin educación ni costumbres, desde simple Abogado en Colmar, mereció, por los horrores que cometió al principio de la revolución, ser elevado á la primera Magistratura. Pasaba por ser de avaricia insaciable: según se decía públicamente, había comprado tierras en Alsacia por valor de 25 miIlones de francos. Era tan vengativo como avaro. Él fué quien puso en revolución á Suiza, privando de su libertad, de sus riquezas y hasta de sus costumbres puras al pueblo más humano y más venturoso de Europa, por vengarse de la humillación que sufrió en un Tribunal de la Helvecia en la defensa de una causa como Abogado. A Rapinat, su cuñado, cuyo nombre dió ocasión á tan sangrientos epigramas, fué á quien encargó la ejecución de este proyecto. Por cierto que la elección fué bien justificada por toda suerte de excesos y devastaciones. Mallet du Pan ha legado á la posteridad una relación exacta y circunstanciada de esta bárbara irrupción.

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>>Por consecuencia de la proscripción de Carnot, entró á sucederle en el Directorio el famoso Merlin, Abogado también de provincia. Su apacibilidad y constante sonrisa hacían singular contraste con los modales ásperos y toscos de Revet. Mas su corazón no era tan humano como manifestaba su semblante. Durante la vida de Robespierre fué su Consejero ó su cooperador; presidía casi continuamente el espantoso Comité de Salud pública, el cual envió al cadalso á millares de inocentes. No se puede pensar en estas sangrientas saturnales sin estremecerse, pues dejan atrás las atrocidades de Nerón y de Calígula. Veía yo todos los días en casa del Ministro de Relaciones exteriores la silla en que estuvo sentado el Presidente del expresado Tribunal revolucionario, y al verla me entraba un temblor tan horroroso que no se me olvidará nunca. Merlin, muy versado en las maniobras de la policía, reservó para él este departamento en el Directorio.

>Treillard, Abogado del antiguo Clero de Francia, entró en lugar de Barthélemy, que fué desterrado á Cayena, porque su probidad y moderación eran una sátira continua de la inmoralidad de sus compañeros. Era hablador de primer orden y no tenía seso, verdadero cajón de sastre; su instrucción era superficial y mal digerida; tenía pretensión de entender de todo, y, con efecto, de todo hablaba, mayormente de diplomacia, en la cual se tiene por sabio consumado, porque asistió como Embajador, nulo del todo, al Congreso de Rastadt, como también á la misión, ó por mejor decir, á la comedia de Lila. Debo decir que nunca oí acusarle ni de crueldad ni de pillaje, aun después de haber salido del Directorio.

»De propósito nombraré el último al célebre Profeta La Revellière, porque fué el director que determinó á

sus compañeros á poner á Roma en revolución, por cuyo motivo es justo darle á conocer más particularmente.

>Este personaje había sido también Abogado de provincia. Era de figura muy rara y contrastaba con la púrpura que llevaba. Era pequeño de estatura, flaco, jorobado; tenía pelo negro liso y le dejaba caer sobre la frente á lo Nazareno; el color de su rostro era verde y tiraba á amarillo: con tal fealdad, se unía tener una voz retumbante; declamaba con la más grande energía. El retrato que Carnot hace de él en sus Memorias es sumamente parecido.

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>Como su afán fuese ganar celebridad y careciese de virtudes militares, civiles y políticas, tuvo la humorada de declararse fundador de una religión nueva, en la cual él fuese Patriarca. Para esto era menester anatematizar todas las religiones, especialmente la cató— lica, la cual, por lo mismo que había dominado en el ánimo de los franceses por tantos siglos, le incomodaba más que las otras. El momento era favorable; la revolución había dispersado al clero después de haberle diezmado. En torno de La Revellière había una muchedumbre de novadores que adoptaron un nuevo culto, llamado de los teophilantropos. Las poissardes (las rabaneras) de París, transformaron esta voz en la de filoux en troupe (compañía de rateros). La nueva religión era simplemente el Deísmo, con cierto culto y prácticas exteriores inventadas á placer.

»No hace á mi propósito examinar este culto. Baste decir que La Revellière estableció, en virtud de su poder directorial, el culto de los teophilantropos en cuatro iglesias de París que estaban siempre abiertas. Allí íbamos algunas veces á ver la pantomima y á oir cantar á gentes pagadas por él, y que con igual celo

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