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sor el Marqués del Vasto: logró que pusiesen en él confianza ilimitada; expedía á cada paso correos extraordinarios para Nápoles y París; en una palabra, llegó á dar las esperanzas más halagueñas al Papa, á su Ministro y al Común de los romanos.

>Partí, pues, de Tívoli, y sin detenerme en Roma ni ver á nadie en la ciudad, para apartar hasta la apariencia y posibilidad de una misión, me encaminé hacia el ejército. Una noche, poco antes de amanecer, me encontré con la vanguardia, cuyas partidas de descubierta sabian ya que yo debía llegar, y me llevaron á su Comandante, que justamente era mi amigo Cervoni. Por él supe que Berthier me estaba aguardando una posta más allá, en Civita-Castellana. Allí le encontré, con efecto, rodeado de su Estado Mayor. Al cabo de breve rato quedamos solos con el General Leclerc, cuñado de Bonaparte y Cuartel-Maestre general; Haller, Intendente famoso del ejército, encargado del cobro de las contribuciones en Italia, y Villemancy, Comisario ordenador. Berthier leyó la comisión del Directorio para que tomase venganza en nombre de la República y castigase á Roma: únicamente se le encargaba que se pusiese de acuerdo conmigo y oyese mis consejos. Me preguntó, pues, cuántas eran las fuerzas con que Roma podía contar para la resistencia; qué posición se habría de tomar para poner sitio á la ciudad y á la fortaleza, y qué medidas juzgaba yo necesarias para empresa tan peligrosa.

>Por poco no solté una gran carcajada al oir semejantes preguntas; pero el asunto era demasiado serio; demasiado crecido era también el número de personas inocentes que estaban amenazadas de las mayores desgracias, para no reprimir la tentación de risa que tuve. Nadie sabía mejor que yo que no había ningún

preparativo de defensa en Roma, ni un cartucho, ni artillería, ni un solo hombre que pensase en defenderse. Tomando, pues, el ademán que convenía en aquellas circunstancias, procuré, ante todas cosas, decirle la verdad acerca del hecho de la muerte de Duphot, que le habían pintado con falsos colores, en el cual yo no podía ver más culpa que el insulto hecho por la tropa al Palacio de la Embajada; insulto por el cual se podría, sin embargo, lograr la satisfacción competente por vías diplomáticas, sin tener que apelar á las armas (1). Además, ni el Gobierno romano ni los habitantes habían tenido nada que ver en ello. Mis oyentes no quedaron contentos de este discurso, y así era natural que fuese, porque tenían otras miras. Sin pensar en responderme, insistieron en que yo saliese garante, bajo mi responsabilidad, de que el Papa no recibiría al ejército hostilmente, y de que aceptaría las condiciones que le impusiera el Directorio.

»Ustedes piden, les dije, cosas imposibles, pues aunque me consta que Roma se halla en estado de no poder defenderse, y aunque conozco las disposiciones pacíficas del ánimo del Papa, no fuera cuerdo prometer yo lo que no está en mi mano.>>

>Tanto en el camino como en el Cuartel general, noté que el ejército francés era de fuerza considerable; pero llevando gran tren de artillería caminaba con orden y disciplina y tomaba las precauciones que

(1) «Ninguno dio orden en Roma de tirar sobre nadie, ni de matar á persona alguna. El General obró sin prudencia, y, digámoslo sio rodeos, tuvo la culpa. En Roma había un derecho de gentes, como le hay en todas partes.»

Estas palabras son de M. Cacanti, sujeto estimado por su honradez y capacidad, que fué después Ministro plenipotenciario de Francia cerca de Su Santidad.— (Historia de Pio VII, por M. le Chevalier Artaud.)

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se acostumbra á tomar delante del enemigo. Esto, junto con el empeño de Berthier de que yo saliese responsable de la tranquilidad de Roma, me dió mucho que pensar. En fin, después de una larga conferencia, tuve que aceptar el encargo de volver á Roma y de hacer saber al Papa las proposiciones del General en Jefe, para regresar al ejército con la respuesta antes que las tropas hubiesen llegado á las puertas de la ciudad.

»Se me autorizó competentemente, y con promesas las más solemnes se me declaró que la intención del Directorio era castigar tan solamente á los que hubiesen sido culpables de la muerte del General Duphot é imponer á la ciudad una contribución moderada para premiar al ejército, al cual se le debían cinco meses de sueldo. Aceptando estas condiciones, la soberanía temporal de Roma sería respetada; á nadie se inquietaría, ni en su persona ni en sus propiedades. La religión y el culto continuarían como antes de la llegada del ejército francés á Roma. Mi regreso al ejército debía verificarse en la noche siguiente: se dieron órdenes para que se me condujese con seguridad adonde conviniese el General en Jefe.

»A mi llegada á Roma fuí á apearme al Vaticano, y habiendo informado al Ministro del objeto de mi misión y del estado verdadero de las cosas, éste pidió al Papa que nos transmitiese sus intenciones. Su Santidad consintió en aceptar las propuestas, por más que fuesen duras, pues su situación apurada hacía ociosa toda discusión; pero decía en voz alta que los franceses no irían hasta Roma, y que, si llegaban, no obrarían hostilmente contra la ciudad. Esta confianza ilimitada del Papa, provenía de las reiteradas promesas de Belmonte. Durante mi ausencia al Cuartel general

francés, este napolitano había asegurado al Papa que él iría al encuentro del General francés, con quien la mediación de su Corte no podría menos de ser poderosa. El diplomático napolitano no dudaba un instante que Berthier retrocedería. «Vamos á ver otra vez, decía, la escena de San León con Atila.» El raciocinio del Papa no podía ser más justo. Ni él ni sus Ministros habían tenido parte en la muerte del General Duphot, con que no podía haber motivo para ningún castigo. El buen Pío VI vivió y murió sin alcanzar otra verdad más evidente todavía, es á saber: que no hay que contar con hallar justicia en tiempo de revoluciones.

>>Partí de Roma para el Cuartel general, facultado por el Papa para conceder la ocupación del castillo de Sant Angelo con las mejores condiciones que pudiesen lograrse, y, en una palabra, para transigir de cualquier modo. A corta distancia de Roma me encontré con la Legación del Papa, que volvía del Cuartel general. Por el Cardenal de la Somaglia y el Príncipe Justiniani, que la componían, supe, en medio de la obscuridad de la noche, que Berthier no había querido reconocerles ni oir ninguna de sus proposiciones. Belmonte, que estaba también en el coche, no se dió á conocer ni quiso hablarme.

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»A pocos pasos de allí se presentó la vanguardia francesa. Pedí al Oficial que la mandaba que me hiciese conducir al Cuartel general; mas ignorando dónde se hallaba éste, me respondió que por las órdenes que él tenía, iba á mandar que se me escoltase hasta otra gran guardia, en donde hallaría noticias seguras. Nos separamos del camino real, y á poco tiempo dimos con un Oficial, que ignoraba también en dónde estaba el Cuartel general y tenía la misma orden de

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acompañarme hasta otro punto, en donde lo sabrían positivamente. Volví á ponerme en camino por los campos, lo cual no dejaba de ser peligroso en la obscuridad. Al llegar al puesto hallé al General Cervoni, que estaba tendido en el suelo y dormía profundamente. Tampoco él sabía en dónde estuviese el Cuartel general; pero quiso venir conmigo, prometiendo no dejarme hasta haberle encontrado.

>>Al fin descubrimos el lugar donde estaba Berthier. Le dí cuenta de mi misión en términos que le debían quitar toda inquietud, y nos pusimos al momento de acuerdo sobre el modo de hacer la entrada en Roma.

>>Berthier se adelantó y puso su Cuartel general en el Monte Mario. Desde allí hizo saber al Papa las intenciones del Directorio, en los mismos términos que ya lo había hecho por mi conducto. Para explicarlas mejor, puso por escrito las condiciones que tenía encargo de intimar al Papa; pero antes de hacérselas saber me llamó á su campamento. Severas eran en verdad; pero muy suaves, cotejadas con los rigores que vinieron después. La contribución estipulada en el Tratado de Tolentino se aumentaba con algunos millones. Se redía una requisición de caballos para remontar los regimientos de caballería del ejército; se exigía, por fin, que se castigase á los asesinos del General Duphot, y que se erigiese una pirámide con una inscripción que dijese el atentado y la venganza que le había seguido. Una Diputación sería enviada á París, compuesta del Cardenal, sobrino del Papa; de un Príncipe y de otros nobles romanos, para pedir allí públicamente perdón del exceso cometido contra la República. Con estas condiciones el Estado romano y su Gobierno quedarían en el mismo pie que el Tratado de Tolentino ha

bía reconocido.

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