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República francesa, que se hallaba entonces en Roma, no sé con qué motivo, y que estaba muy obsequioso al lado de Mlle. Desirée, queriendo consolarla, al parecer, de la pérdida de Duphot.

>>Angiolini y yo hallamos al Cardenal Doria en el estado que nos habíamos imaginado, es decir, no sabiendo nada de lo que había ocurrido. Habiéndole dicho nuestro acuerdo con el Embajador, le aprobó sin restricción. Mas cuando se trató de escribir los despachos para París, Su Eminencia quiso que yo se los dictase á su Secretario, lo que hice al punto. Aún no estaba concluído el borrador de las cartas, cuando un criado del Embajador llega con un papel para el Cardenal, pidiendo caballos de posta: en él decía que la menor dilación se miraría como acto de hostilidad y como insulto al carácter del Representante de la República. En otra carta, con sobre á mí, explicaba los motivos que tenía para mudar de resolución y no cumplir la promesa que me había hecho.

>El Cardenal y yo acordamos hacerle sentir de nuevo la irregularidad de su conducta, y cada uno de nosotros estaba escribiéndole para exponerle las consideraciones que nos sugería el amor del bien y el celo de que estamos animados, cuando llega otro mensajero de parte del Embajador con una carta, en la cual, previendo lo que hacíamos, instaba con mayor fuerza y en términos bastante vivos para que el Cardenal le enviase por el mismo criado el permiso para los caballos de posta; me rogaba también á mí que se la lograse, y me recomendaba los criados ó dependientes que no pudiesen seguirle en aquella noche, así como el Palacio de la Embajada, sus muebles, los negocios que tenía pendientes por su cargo, los franceses que estaban en Roma y hasta los efectos y el cadáver del

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General Duphot. Toda reflexión pareció ya inútil para hacerle variar de propósito. Se le envió el permiso y partió con toda su familia. Algunos de los conspiradores, temerosos del castigo que les aguardaba, le siguieron.

>La noche estaba muy adelantada cuando salí del Vaticano con Angiolini para irnos á descansar; pero los encargos del Embajador por un lado y los billetes del Papa y de su Ministro por otro, no me dejaron un instante de descanso. El Cardenal creyó necesario despertar al Papa para decirle lo que había ocurrido y pedirle sus órdenes, pues nada se le había dicho. A Su Santidad no le ocurrió en aquel apuro otra idea que rogarme que saliese tras del Embajador y le determinase á volver á Roma. El Papa se obligaba á someterse á todas las condiciones que quisiese dictar. Respondí que este paso me parecía, no tan solamente inútil, sino perjudicial, y que lo echaría todo á perder. Estos billetes se han impreso y publicado en Francia.

»Á la mañana siguiente comencé à poner por obra los encargos que el Embajador me dejó. Dispuse que se le hiciese á Duphot un entierro correspondiente á su grado; y habiendo reunido todos sus efectos, los envié á su padre á Lyon. Era menester meditar bien el partido que se debería tomar en coyuntura tan embarazosa para precaver la recia tormenta que iba a descargar su furia, como era fácil de prever. Yo suponía que el Directorio, preocupado con sus máximas de irreligión y obedeciendo al fanatismo de impiedad de aquel tiempo, se aprovecharía con placer del pretexto de la muerte de Duphot, y que ponderaría la grande importancia de este suceso á fin de acabar con el Papado si podía, por ser Roma el foco de la superstición, para hablar como se hablaba entonces. Todo sucedió

como yo lo preví. Por una parte, yo conocía demasiado la ingratitud y la indolencia romana, y debía estar cierto de que, tanto en Roma como en las otras Cortes, se haría lo posible por cargarme con la responsabilidad de todos los males que pudiesen sobrevenir. Tomé, pues, al punto la resolución de retirarme á Tívoli y no mezclarme en manera alguna en negocios políticos de Roma, dejando que siguiesen la dirección que pluguiese á Dios darles. Dí parte á mi Corte de esta determinación y la aprobó.

>>Es evidente para mí que ni el Papa ni ninguno de sus Ministros tuvo parte directa ni indirecta en la muerte del General Duphot, que sucedió por casualidad; que los soldados, cuando hicieron fuego, obedecieron al Oficial que los mandaba, y que éste lo mandó en un primer movimiento y sin ninguna premeditación; que, por otra parte, Duphot dió ocasión á ello por su proceder ligero é inconsiderado, queriendo matar á uno de los soldados. Es cierto igualmente que la primera descarga en el patio del Embajador no tiene excusa. En fin, es verdad también que Duphot no era personaje tan grande que su muerte causase un sentimiento general.

>>Como quiera que fuese, el efecto producido en París por la noticia de los sucesos de Roma fué eléctrico. El Embajador Massimi fué arrestado, y, en contravención al derecho de gentes, la autoridad se apoderó de sus papeles. Un decreto del Directorio anunció que era preciso castigar á la ciudad de Roma. Berthier tuvo orden de ejecutarle.

»Alejandro Berthier, Cuartel-Maestre general del ejército de Italia, ha gozado, y goza todavía, del concepto de hábil guerrero. Hasta hay buenas gentes que atribuyen á su capacidad y dirección las ventajas lo

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gradas en la guerra por Bonaparte. El mismo Berthier se ha tomado el trabajo de combatir tal injusticia en sus escritos, en los que con recato llama á estos rumores calumnias. La verdad es que si su mérito militar hubiera sido tan brillante como algunas veces se ha dicho, no hubiera habido acerca de él incertidumbre, ni hubiera gozado tampoco tan constantemente de la confianza de Bonaparte.

>> Al partir este General para el Congreso de Rastad!, Berthier le pidió el mando del ejército de Italia: por entonces no había nada que anunciase operaciones militares inmediatas, la Península itálica habiendo quedado en paz por el Tratado de Campoformio. Pero Berthier estaba muy enamorado de Mme. Visconti, célebre, treinta años hacía, en Italia por su belleza y por las cabezas que había trastornado; y, por otra parte, quiso contentar su vanidad con los homenajes que recibiría como favorito del General en Jefe de un ejército victorioso. Así, pues, el amor fué el que hizo á Berthier instrumento de las escenas sangrientas que el destino tenía reservadas todavía á Italia.

>Al dar principio á la ejecución de las órdenes del Directorio, Berthier publicó dos pomposos manifiestos llenos de frases y de amenazas contra Roma y contra el Gobierno papal. Cuando yo ví, pues, que ponía á su ejército en movimiento hacia esta capital, me creí en la obligación de escribirle, recordándole nuestra antigua amistad y haciéndole presente que, estando el Rey mi amo en posesión y goce de la prerrogativa de ejercer jurisdicción en todo el barrio llamado la plaza de España, esperaba que sus tropas le respetarían como territorio que pertenecía al aliado de la República. Me respondió, no solamente con atención, sino con cordialidad.

>>Pocos días después recibí por correo extraordinario en Tívoli, en donde yo seguía residiendo, una carta suya en que me avisaba que su ejército se ponía en marcha contra Roma, y me rogaba que fuese á encontrarle, porque deseaba concertar conmigo algunas providencias de la mayor importancia: acompañaba su itinerario desde Ancona hasta la campaña de Roma. Esta carta me ponía en situación harto embaraZosa: acceder á los deseos del General francés ó rehusarlos, todo tenía inconvenientes. Ir al encuentro de un General que no respiraba más que venganza contra el Gobierno del Papa, era hacerme cómplice del trastorno que al parecer meditaba; y no ir era no solamente comprometer mi sinceridad con nuestro aliado, sino también privarme de la facultad de preservar á Roma, por mi mediación, de las desgracias que le amenazaban. Por otra parte, yo miraba como casi imposible no tomar parte en las negociaciones. Perdidas estaban la paz y la dicha personal que yo me había prometido; no podía ya dudar que vendrían sobre mí la censura de mis enemigos y los enredos de Nápoles, así como también los milagros y fanatismo religioso del pueblo, como anteriormente.

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>>Después de haberlo considerado todo con detenimiento, me decidí á salir al encuentro de Berthier para mediar en favor de Roma, como amigo personal de los franceses y sin que interviniese para nada mi carácter de Ministro. Así lo pedían imperiosamente las circunstancias. Después de la muerte de Duphot, la Reina de Nápoles había enviado á Romá á su enredadorcillo Belmonte, con el título de Embajador extraordinario, encargado de ofrecer al Papa su mediación y toda especie de promesas, auxilios y socorros. Fué tan bien recibido como lo había sido su predece

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